Llámale cóctel, purrusalda o ensaladilla rusa: la última película de Pablo Berger Pablo Berger es el mejor ejemplo de lo fructífero que resulta el todo vale posmoderno cuando se entiende como un acicate a la creación, y no como un relativismo que todo lo iguala por lo bajo.

La adaptación castiza del cuento popularizado por los hermanos Grimm, con las formas del cine mudo europeo, ambientado en la España de los años veinte, y con un evidente subtexto sobre el espectáculo como creador y devorador de personajes y monstruos, es un max-mix de apariencia imposible, que se sostiene en gran parte por su capacidad de mirar frente a frente al riesgo de estrellarse contra el suelo.

Aunque todo el mundo la comparará con The Artist, esa gran burbuja inmobiliaria del cine impostor, la película de Berger tiene más que ver con la aquí todavía invisible Tabu, del portugués Miguel Gomes: no es un facsímil de los estereotipos del cine mudo, como The Artist, sino un diálogo con la tradición desde el presente, una relectura a medio camino entre el homenaje y la revisión no exenta de cierta ironía.

Sin la carga política de la película de Gomes, Berger, como ya hacía en su primera película, Torremolinos 73, toma arquetipos profundamente españoles, en este caso, la españolada (esa visión romántica de España como una tierra de toreros, bailaoras y dehesas), para releerlos desde la conciencia de quien trata con tópicos, es decir, invenciones culturales, negocios folklóricos, beneficios industriales.

En un gesto profundamente posmoderno, Berger mezcla y agita elementos de alta y baja cultura, de Jean Vigo a Abel Gance, pasando por Belén Esteban o el folklore más popular, para crear una película que no es un producto para iniciados, sino un pequeño prodigio visual y cinematográfico: el cine como arte popular, una vez más.