Un retrato correcto y a recomendar, a pesar de que su expediente dramático no sea el mejor y que no profundice con la intensidad necesaria en la verdadera realidad del racismo. Supera, sin embargo, esos ligeros reparos con una historia real que alcanza momentos emotivos y que denuncia, sobre todo, la marginación de los negros en Estados Unidos en los años treinta y la tremenda humillación que sufrió el nazismo en unos juegos olímpicos que estaban preparados para certificar la supremacía de la raza aria.

Lo más sorprendente y lo que demuestra que todavía quedan secuelas en Estados Unidos en materia de discriminación racial, es que estamos ante la primera película que ilustra sobre una persona entrañable, el atleta Jesse Owens, que fue declarado héroe nacional en su país y que es todo un ejemplo a seguir para varias generaciones de estadounidenses.

Con mucho, la mejor película de Stephen Hopkins, que hasta ahora había trabajado mayoritariamente en películas de terror, su mayor virtud es que consigue sostener el interés del espectador durante sus nada menos que 134 minutos, fruto de un loable diseño de los personajes y de una narración que sabe distribuir con bastante habilidad los momentos más llamativos, que no son otros que los que transcurren durante las jornadas de la Olimpiada de Berlín de 1936.

Los guionistas han hecho en este sentido una labor impecable que a pesar de reducir la biografía de Owens a tan sólo unos pocos años de la década de los treinta, recogen los momentos más importantes y esenciales de su vida. La película, en efecto, sitúa al protagonista en un contexto inicial todavía plenamente racista, acercándose a la figura de un joven negro de apenas 19 años que tiene el honor de ser el primero de su familia que ingresa en la universidad. Será así como se cruce en su camino una gran persona, el entrenador blanco Larry Snyder, que será determinante.