Una historia sobre el lenguaje, sobre los lugares comunes del discurso y la palabrería fácil. Un significante logro, cabe adelantar, de Alexandre de La Patellière y Mathieu Delaporte, pareja profesional que ha llevado a la gran pantalla la obra homónima con la que triunfaron en la escena teatral de París hace dos años. Más de 250 representaciones deberían ser suficientes para avalar su traslado al cine. Y lo son, en efecto.

'El nombre' no esconde su filiación con otros trabajos franceses, como 'La cena de los idiotas' (1998), de Francis Veber, o Un dios salvaje, de Yasmina Reza y adaptada al cine, el año pasado, por Roman Polanski. Todas ellas provienen del universo teatral y todas pretenden desenmascarar los prejuicios sociales que esconde lo políticamente correcto.

Nada nuevo bajo el sol, cierto, es lo que ofrece 'El nombre', pero a su favor habría que remarcar que nunca está de más sacudir nuestras biempensantes conciencias. Aquí el conflicto lo provoca Vincent, un cuarentón afín a la política del capital, que va a ser padre por primera vez. Su hermana Élizabeth y su marido, Pierre, orgullosos izquierdistas, han organizado una cena en casa, y, pronto, lo que tendría que ser un ligero encuentro familiar se transforma en un embrollo catedralicio cuando Vincent les adelanta el nombre de su futuro vástago. Ese nombre, mucho más que un denominativo, cargado de simbolismo, quizá algo hiperbólico para la que esto firma, provocará una crisis profunda en el microcosmos social que se ha reunido esa noche.

Para desmarcarse de los largometrajes previos, De La Patellière y Delaporte cuentan con una pluma ágil y poco miedo ante el desafío de trasladar las batallas lingüísticas desde el proscenio al celuloide. La presentación de los personajes, en este sentido, es divertida y eficaz, aunque a la postre quede como un recurso algo gratuito. Y ahí es donde flaquea la propuesta de los franceses, en buscarse en los clichés para poner en marcha su afilada crítica. Debieron de pensar que en la exageración se encuentra la verdad. Tampoco iban muy desencaminados: esa es la razón de la comedia.