Aunque hay que catalogarla de secuela, concretamente de la funesta película de 1992 ‘El guardaespaldas’, que dirigió Mick Jackson y que optó a los galardones de peor cinta del año, hay que señalar que, por fortuna, apenas hay conexión entre ambos títulos, tan sólo el hecho de que cuentan con el mismo personaje, el guardaespaldas Michael Bryce, que incorporó Kevin Costner hace 25 años y que ahora asume Ryan Reynolds.

Lo demás es savia nueva, por suerte, y tanto el nuevo guionista como el director, Tom O’Connor y Patrick Hughes respectivamente, han trabajado por libre sin atenerse a vínculos de ningún tipo. No se forja así un milagro, pero al menos lo que ahora vemos es un producto de acción entretenido y con algunas notas de humor eficaces que, eso sí, peca de excesos en materias de todo tipo, especialmente en tacos en los diálogos y en combates callejeros que han convertido Europa en una jungla explosiva. De cualquier forma y sin ser muy inspirada, la realización de Hughes alcanza el aprobado, mejorando la suerte de sus dos únicos largometrajes previos, Red Hill y Los mercenarios 3. En una su- cesión permanente de enfrentamientos armados en calles inglesas y, sobre todo, de Amsterdam, precedidas de las consabidas persecuciones, se va perfilando un relato tan inverosímil y exagerado como a veces desquiciado que reúne a una fauna degenerada de la antigua Unión Soviética. En el centro de todo hay un objetivo urgente y prioritario, atrapar y eliminar al terrible francotirador Darius Kincaid.

La CIA, está empeñada en darle caza, hasta el punto de que perdonaría su vida y sacaría de prisión a su esposa si acepta ser el testigo clave en el juicio contra el sanguinario tirano bielorruso Vladislav Dukhovich en la Corte Penal Internacional.

Como siempre en estos casos, es indispensable una exigencia, que la acción se lleve a cabo en el plazo de 24 horas. Sembradas estas semillas, lo único que germina es la acción pura y dura y el afán por convertir las vías urbanas del viejo continente en punto de encuentro de matones, sicarios y pendencieros de la peor calaña. Es verdad que la idea de recurrir como amortiguador de la violencia a un sentido del humor con destellos de ingenio resulta efectiva, pero el desmadre tiende a dañar la estabilidad del relato.