Otra clara y contundente demostración de la categoría narrativa de Steven Spielberg, que retoma aquí parte de su mejor arsenal como director para sentar las bases de una película impecable y fascinante que denota en todo momento, además, que ha contado como guionistas a los hermanos Ethan y Joel Coen, probablemente los más brillantes en este apartado en el Hollywood actual.

El caso es que esta recreación del mundo de la guerra fría, localizada en la década de los cincuenta y que coincide en algunos momentos con un hecho tan determinante de la reciente historia europea cono la construcción del Muro de Berlín, mantiene en vilo a lo largo y ancho de sus 141 minutos con momentos que combinan la tensión, la provocación y un agudo sentido del humor.

Nombres de lujo, de una probada eficiencia, a los que hay que sumar a un Tom Hanks en su mejor versión que efectúa su cuarta colaboración con el director, que contribuyen a que el espectáculo no sólo no decaiga y que cumpla sus expectativas, sino que dote de entidad propia a una trama inspirada en hechos reales.

La primera mitad, inmejorable y superior a la segunda, nos ubica en el contexto idóneo, una Norteamérica que vive inmersa en los avatares de una rivalidad nada encubierta con la Unión Soviética que tiene su expresión más frecuente en el terreno del espionaje. La detención de un supuesto espía de la KGB, Rudolf Abel, que se había afincado en el país entregado a su afición predilecta, la pintura, representa el punto de partida.

Lo más inmediato es preparar el consiguiente juicio, en el que podría ser condenado a la pena de muerte, para lo cual se designa como abogado defensor a un James Donovan que fue en su día abogado pero que lo dejó hace unos años para dedicarse a otras tares profesionales. Es entonces, al aceptar Donovan el reto, cuando sale a relucir la honestidad e integridad de un hombre que no va a consentir ser utilizado por la CIA o el FBI como un mero títere. Es más, incluso ante las presiones del juez demostrará que su ética.