No es un prodigio de originalidad, por supuesto, y exprime de nuevo un argumento, el del antiguo amigo que aparece desde la nada para convertirse en una amenaza inquietante, bastante frecuente en la galería del cine de terror, pero se apoya en una realización solvente y un conocimiento del terreno que se pisa que se traduce en un nivel elevado de tensión.

Hay que reconocer, por ello, que el director y guionista Joel Edgerton, que asume también con acierto el papel de Gordo, el personaje más oscuro, sale más que airoso de esta prueba delicada y difícil que, además, es su opera prima. Es más, gran parte de la crítica ha elogiado su labor y no es sorprendente que en el Festival de Sitges Edgerton recibiera el premio a la mejor interpretación masculina.

Uno de sus logros, sin duda, es el trabajo de recreación que se hace del matrimonio protagonista, Simon y Robyn, antes de entrar de lleno en el territorio del terror. Todo apunta, porque así parece asegurarlo la idílica convivencia entre ellos, que forman una pareja feliz cuyo único problema, que tratan de resolver, es que no han podido ser padres todavía. Por eso han dejado Chicago para instalarse en un lugar mucho más tranquilo.

Lo que no entraba en sus planes es que un antiguo compañero de estudios, al que llamaban Gordo y del que Simon apenas se acordaba, iba a aparecer en sus vidas y adquirir un protagonismo tan importante. Porque a partir de tropezarse con él casualmente en un centro comercial adquiere para ambos el cometido de un intruso al que no pueden quitarse de encima.

Lo que pretendía y en gran parte ha conseguido Edgerton es sacar a la superficie unos agravios del pasado que permanecían dormidos como consecuencia de ese encuentro fortuito. Como él mismo aseguraba, esta película ofrece la oportunidad de explorar cómo se desenvuelven estos dilemas a través del thriller psicológico. Interesante, asimismo, los cambios que se operan en la concepción de los protagonistas.