Podría definirse como la crónica diaria de unos seres cotidianos que habitan un patio del Este de París, con especial atención a dos personajes, la inquilina Mathilde, que vive un periodo de prejubilación marcado por su interés por las causas sociales y por la ayuda a sus vecinos, y el nuevo portero, Antoine, que acaba de ocupar el puesto de trabajo y pretende aliviar los problemas de la comunidad.

Una especie de comedia dramática o de tragicomedia resuelta con el exquisito estilo del director Pierre Salvadori, que abandona, al menos momentáneamente, sus comedias del tipo de Los aprendices o Un engaño de lujo para efectuar una deriva a terrenos más conmovedores y, por supuesto, amargos.

Entrañable y tierna, con solo unos ligeros altibajos en su parte final, se vale de la labor de dos espléndidos veteranos del cine galo, Catherine Deneuve y un Gustave Kevern que es asiduo en la cintas del realizador.

Víctima de la crisis económica, que le ha llevado al paro, y de su adicción a la cocaína, Antoine parece resolver sus dificultades económicas y laborales cuando, gracias a la generosidad de Mathilde, logra hacerse con el puesto de portero de un modesto patio parisino.

Está viviendo una situación dura, pero es consciente de ello y está decidido a superarla, para lo cual pone su mejor voluntad en la relación con los inquilinos, ofreciéndoles todo aquello que implica su servicio. La amistad que le une a Mathilde contribuye, asimismo, a que ambos hagan frente a cuestiones preocupantes.

Si él no ha superado su coqueteo con las drogas, ella se ve inmersa en un pesimismo y una depresión creciente al aparecer en su piso unas grietas que podrían, en su opinión, adelantar un derrumbe del edificio. De ahí que su marido sienta la inquietud de verla cada día más ausente. Los dos protagonistas son víctimas de la soledad. Con destellos de humor muy eficaces, la película discurre por esa vía plácida de la satisfacción y de la concordia, sin obviar unos recursos dramáticos que no dejan indiferente.