Sus imágenes inpactan y conmueven y su ternura, no exenta de crueldad, contribuye también a configurar uno de esos testimonios desgarradores que a veces el cine nos ofrece envuelto en engañosos y sorprendentes envases. Muchas son, desde luego, las sensaciones que despierta esta terrible crónica de los días que siguieron al final de la segunda guerra mundial, cuando los países que intervinieron en la misma se dedican a repatriar a sus heridos hospitalizados en fronteras más o menos lejanas.

En ese tipo de misiones y en un hospital situado entre Polonia y la Unión Soviética, se mueve una joven médico francesa, Mathilde, que va a ser testigo accidental en un convento de unos hechos macabros que culminaron con la violación individual y colectiva de numerosas monjas, parte de las cuales quedaron embarazadas. No sorprende que la cineasta gala Anne Fontaine, que tiene en su haber títulos tan interesantes como 'Nathalie X', 'Limpieza en seco' y 'Primavera en Normandía', se sintiera impresionada y decidiese llevar el tema a la pantalla. Más aún cuando la historia le permitía, asimismo, abordar una esperitualidad peculiar, la de las propias monjas, que le llamaba mucho la atención.

Y hay que decir que esa predisposición tan abierta a hacer una película con estos materiales no ha podido tener mejor resultado. Premio FIPRESCI, el que otorga la crítica, en la SEMINCI de Valladolid, sus méritos afectan tanto a la propia dirección y a una narrativa austera, efectiva e idónea como a una ambientación perfecta. No se puede pedir más. En el relato real la testigo de estos horrores, una Madeleine Paulac que por desgracia moriría en 1946, se las vio con unas salas de maternidad donde había mujeres cuyos hijos eran fruto de las violaciones de los soldados soviéticos. Son cosas difíciles de olvidar servidas con tacto y con sensibilidad.