Reconstruye con un intento innegable de rigor uno de los sucesos más conocidos y trágicos de la denominada guerra sucia que el gobierno español llevó a cabo contra ETA a comienzos de los años ochenta, concretamente el caso de José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala, dos terroristas jóvenes detenidos, torturados y asesinados en octubre de 1983 y cuyos cadáveres, enterrados en cal viva en las cercanías de la población alicantina de Busot, no serían descubiertos hasta doce años después, cuando unos perros sacaron a la superficie restos de los huesos.

Una historia con indudable atractivo judicial y político que ha llevado a la pantalla el cineasta vasco Pablo Malo, autor de dos largometrajes previos, Frío sol de invierno y La sombra de nadie, con desiguales resultados. Si bien el relato se va afianzando paulatinamente es evidente que el tono teatralizante de algunos momentos resta naturalidad y poder de convicción a los fotogramas.

El director abre la proyección en tierras alicantinas, cuando se produce el descubrimiento de dos cadáveres sin identificar que, en principio, podrían ser miembros de una mafia internacional asesinados en un ajuste de cuentas. De hecho, solo la tenacidad y honestidad del comisario de policía García, que se niega a aceptar la proposición de un miembro de la Guardia Civil, permitirá seguir adelante con la investigación y llegar, tras un largo periodo de interrogatorios, al necesario juicio.

Paralelamente, la trama, con clara estructura de thriller, se subordina a la figura del abogado de los familiares, Íñigo, que se encarga del tema desde que los dos etarras desaparecen en la localidad francesa de Bayona, consciente de las enormes dificultades que acarrea el objetivo prioritario de conseguir llegar a juicio. Será en este sentido clave en su tarea la ayuda de un joven licenciado en derecho, Fede, que hace una labor profesional intachable.

La cinta rehúye caer en un maniqueísmo que solo hubiera creado inconvenientes y reparos.