Rebasa en un final exagerado los límites idóneos del thriller ejemplar, rompiendo en alguna medida la estabilidad del relato, pero aún así denota siempre las cualidades de una eficiente mano de obra que ya ha dado muestras de su solvencia en títulos previos, especialmente La huérfana y Sin identidad.

Y es que estamos ante una nueva cinta norteamericana del director catalán, afincado en Hollywood en su condición de productor y director, Jaume Collet Serra, que sabe llevar al público al terreno que desea y en el que mejor se mueve. Sin igualar los espléndidos resultados del que es su mejor trabajo hasta ahora, Sin identidad, sí que pone de manifiesto que es uno de los autores que más dominan este territorio en el que la tensión, la angustia y hasta el terror campan a sus anchas.

Lo hace, además, sirviéndose del mismo protagonista, Liam Neeson, que encaja de forma idónea en estos ámbitos en los que sale a relucir su fortaleza física y su intensidad dramática. Bien acompañado, todo hay que decirlo, de la siempre eficiente Julianne Moore y la revelación Lupita Nyong'o, ganadora del Oscar a mejor actriz secundaria por 12 años de esclavitud. Salvo unos breves planos iniciales y el lógico final, la cinta se ubica en un único escenario, el interior de un avión que se desplaza a 12000 metros de altura en un vuelo transatlántico de Nueva York a Londres.

Collet-Serra no tarda nada en sentar las bases de una situación límite que va a marcar todo el metraje, utilizando para ello a un oficial del ejército norteamericano que lleva a cabo misiones de seguridad en el transporte aéreo, Bill Marks. Se trata de un individuo que atraviesa por una mala época y que apenas ha embarcado recibe un mensaje en su móvil más que preocupante. Es un ultimatum anónimo de alguien que le exige que transfiera a una cuenta una cantidad de 150 millones de dólares si no quiere que cada veinte minutos muera un pasajero.

Así, sin pausa alguna, todo está listo para que el pánico y la ansiedad no sólo se apoderen del pasaje, sino que incrementen paulatinamente sus dosis hasta niveles impensables. Para ello el director utiliza las bazas que tiene a su alcance en su dimensión más clásica, sin renunciar ni siquiera a ese juego del gato y el ratón que se hace insustituible en estos horizontes. Lo hace con acierto casi siempre, con el fin a menudo de provocar giros en el relato que pretenden desorientar al espectador.