A nadie escapa que estamos ante un melodrama juvenil de corto recorrido y sin trascendencia alguna, pero que resalta una virtud esencial por encima de todo y es su capacidad notable de convocatoria hacia el público al que va destinada, esa masa juvenil nutrida de chicas quinceañeras, demostrando que sabe escoger el idioma narrativo idóneo para que la película se erija en uno de los grandes éxitos del año.

Un mérito que hay que atribuir al director, Fernando González Molina, que repite en esta secuela de Tres metros sobre el cielo aplicando unos esquemas y unas soluciones que ya funcionaron previamente. De este modo se hace patente que el fenómeno del escritor italiano Federico Moccia se reproduce en España con la misma intensidad que en su país y, lo que es másrevelador, que nuestro cine está capacitado para aplicar al mismo los recursos idóneos para que se obren milagros en la taquilla.

En este panorama juegan un papel también decisivo los actores, especialmente un Mario Casas que sabe vestir su personaje como desean sus fans y que está resucitando entre nosotros al ídolo de masas. La funcional y hábil realización de González Molina en solo su tercer largometraje permite, incluso, que un metraje tan desorbitado, que rebasa las dos horas, no estropee la fiesta y que, pese a que se produzcan algunos altibajos como consecuencia de personajes innecesarios, no convoque apenas el aburrimiento.

Por lo menos hay que dejar constancia de que un producto abiertamente comercial no ofende a la inteligencia. Sabe, de hecho, ganarse al auditorio recurriendo a la nueva aventura amorosa de Hugo, Hache para los amigos, que regresa de Londres tras el fracaso de su primera experiencia sentimental con la sugestiva Babi.