No logra salir airoso de todos sus retos, que son muchos e importantes, pero sí revela la suficiente entidad para no desaprovechar la ocasión y efectuar una mirada profunda sobre cuestiones tan destacadas en la sociedad actual como la ética del ser humano, la transformación que provoca la guerra en el individuo, la impunidad de la violencia más cruel e inhumana y la venganza como único y último recurso para castigar al supuesto culpable.

Nada más y nada menos, éstos son los referentes argumentales de una película que rebasa las cotas dramáticas más intensas con más que aceptable suerte, confirmando que sus dos directores, Andrés Luque Pérez y Samuel Martín Mateos han subido unos peldaños en el itinerario a la madurez narrativa.

Es más, se deja sentir que este segundo largometraje que firman, tras Agallas, que vimos en 2008 y que versaba sobre el narcotráfico en Galicia, les convierte en profesionales a tener muy en cuenta en un inmediato futuro en nuestro cine. Han sacado un muy buen partido de la interpretación de la actriz colombiana Juana Acosta, que da a vida a María. Con un preámbulo ubicado en Colombia, concretamente en el entorno de un conflicto social permanente que involucra en dicho país a los narcotraficantes, la guerrilla, los paramilitares y las FARC y que genera con terrible asiduidad sucesos terribles saturados de violencia, crueldad y muerte, la película se traslada a renglón seguido a España.

Lo hace de la mano de una madre colombiana, María, y de su hijo pequeño, que llegan a Canarias con la única intención de que ella encuentre el paradero de Iván, un español que colaboró con la guerrilla durante algún tiempo y que puede estar vinculado con un trágico e inhumano suceso acaecido en el país latinoamericano. Una tarea complicada, porque María solo tiene el dato del nombre, ni siquiera del apellido, pero en el que contará con la decisiva colaboración del psicólogo del colegio al que acude su hijo, Gonzalo, que siente por ella bastante más que una mera amistad.