Una biografía que no es exhaustiva ni todo lo rigurosa que sería de desear, pero tampoco superficial ni deliberadamente falsa. Se acerca con rasgos a menudo sinceros y válidos a la figura de un auténtico genio de la moda del siglo XX, un Yves Saint-Laurent que contribuyó, con su indudable imaginación y su creatividad, a que un mundo anclado en el pasado y en la rutina evolucionara hacia nuevos logros y metas.

El actor galo Jalil Lespert, que debutó en la dirección en 2007 con 24 mesures, firma un tercer largometraje detrás de la cámara con un mínimo de soltura y capacidad para, al menos, hacer verosímil el personaje y su entorno profesional y, sobre todo, afectivo. Ha utilizado para ello, aunque solo como apoyo puntual y sin sentirse nada condicionado, el libro de Laurence Benaim.

Su labor de retratar al ser humano la ha circunscrito a dos décadas fundamentales de su existencia, la de los sesenta y los setenta, en las que se forja su personalidad, su gran capacidad de trabajo y su extraordinario éxito. Cuando vemos por vez primera a Yves, apenas tiene 20 años y ya es nombrado, tras la muerte de Christian Dior, para el que trabajaba, director artístico de su prestigiosa firma.

Muy pronto se hace hincapié en algunas de sus constantes más determinantes, lo que él entiende como falta de cariño de su madre, que no lo protegió de las agresiones que sufría de una comunidad muy agresiva con su condición de homosexual, y su convicción de que, al margen de su labor única como diseñador de moda femenina, no servía para nada. Por eso fue fundamental que se cruzase en su camino en esos momentos un Pierre Bergé, que se convirtió en su socio, su pareja y su amor.

Le ayudó de modo esencial cuando fue diagnosticado de maniático depresivo al entrar en el servicio militar y negarse a coger las armas y nadie cuestiona que sin él es seguro no habría llegado nunca tan lejos en su concepción revolucionaria del diseño.