Confirmada, por arrollador éxito de taquilla (más de 500 millones de recaudación previa) la nueva identidad de Sherlock Holmes, Guy Ritchie y los ávidos productores se han dejado deslizar por el tobogán más piruetero. El argumento es muy astuto, reflotando las turbulencias políticas europeas de finales del XIX: anarquistas, escalada armamentística de Alemania, negociaciones secretas en Suiza. Relevo en el rival a batir, de Lord Blackwood al más pérfido Moriarty. Y, en el terreno personal, de la atractiva Irene (Rachel McAdams) a la exótica Naomi Rapace (Millenium) encarnada en zíngara. Para aumentar la tensión, el querido Watson se casa y pretende irse de luna de miel. Holmes pasa más tiempo disfrazándose a lo Mortadelo o haciendo piruetas ante un rosario de matones, navajeros y pistoleros, que exprimiendo su inteligencia y labia.

Guy Ritchie vuelve a aportar su toque personal en las escenas de acción, con bruscos acelerones y ralentís de cámara y planos subjetivos como el de la bala saliendo de un fusil. El precio de acercar al mítico detective británico al público joven y global del siglo XXI está siendo muy alto. Lo han convertido en una franquicia más, con todas las servidumbres y uniformidad resultantes: ambientación apabullante, localizaciones sugerentes, violencia taimada por fotografía y montaje efectista, y personajes clónicos, como un Holmes indistinguible de Jack Sparrow o un Moriarty del Dr. No y sucesores. Si poco había de Conan Doyle en la primera entrega, en Juego de sombras desaparece casi al completo. Aún así, reseteando nuestra memoria, borrando pretéritas lecturas de la novela clásica, es una película resultona y divertida.