Hubo un tiempo, que los más veteranos lectores probablemente recordarán, en el que en los mostradores de las fruterías y verdulerías se anunciaba el suceder de las estaciones; frutas y verduras nos decían, por ejemplo, que estaba al caer el verano, que la primavera era inminente.

Lo recordaba hace unos días, en un artículo magistral como todos los suyos, mi querido colega Luis del Val. Me hizo pensar en que, cuando yo era niño, el verano tenía sobre todo tres embajadores: las fresas (aquellas fresas de Eirís, entonces en el extrarradio de A Coruña), los tomates y las judías verdes.

He de explicar que, de pequeño, sentía santo horror por todas las verduras (como casi todos los críos), salvo, justamente, las judías verdes. Y, a poder ser, judías verdes con tomate: me encantaban, y me siguen encantando.

El otro día, en una de las mejores tiendas de fruta y verdura de Madrid, nos encontramos unas hermosísimas judías verdes amarillas, casi blancas. Hay, que yo sepa, judías verdes amarillas y moradas, además de verdes en sentido literal. En "judía verde", el adjetivo no se refiere al color, sino a que se trata de judías que aún no han madurado, no han desarrollado grano.

También hay judías planas y judías redondas; yo he desarrollado cierta aprensión ante estas últimas: recuerdo que eran indefectiblemente parte de la guarnición con la que en restaurantes de hoteles en los que se practicaba aquel horror llamado "cocina internacional" adornaban un entrecot: sabían siempre a la lata de la que procedían.

Bien, allí estaban nuestras judías. El rótulo indicaba su procedencia gallega; recordé nuestra huerta de Eirís, donde se daban bien.

El vendedor nos las ponderó: "manteca pura". Curioso: los nombres de las variedades amarillas hacen referencia, en general, a esa condición: "amarilla manteca", la española más común; "manteca de Rocquencourt", variedad francesa; otros nombres ilustres para alguna de estas variedades son "meraviglia di Venezia" u "oro del Rhin", esto sin sospecharlo Wagner.

Rocquencourt es un pequeño municipio de la Isla de Francia, muy próximo a Versalles; me gusta pensar que eran judías amarillas de allí las que se servían en su día a, qué sé yo, madame Pompadour y Luis XV. Los franceses también llaman a las judías verdes "mangetout", como los italianos "mangiatutto", porque, a diferencia de las judías "maduras", se come todo.

Ya que estamos con nomenclaturas, recuerden que en el País Vasco se llaman, con toda propiedad, vainas. Si andan por México, sepan que allá se llaman ejotes. Y si están en Argentina y quieren judías verdes han de pedir chauchas.

Bien. Tenemos nuestras judías "amarilla manteca", y nuestros tomates, de Barbastro (¡medio kilo largo por pieza!), adquiridos allí mismo. Verano puro en la cesta de la compra: llevémoslo a la mesa.

La receta, antigua. La hacía mi abuela; la hacía mi suegra. Y me encanta. Son judías "ahogadas" ("afogadas", en gallego). Curioso: estas judías se hacen sin agua, que es en lo que la gente suele ahogarse; aquí no hay más agua que la de los propios ingredientes. Más que "ahogadas", serían "asfixiadas", porque se hacen a cacerola tapada.

Corten las puntas de un kilo de las judías, una vez lavadas y escurridas, y divídanlas en trozos. Estas judías, si son fresquísimas, les ahorrarán la molestia de eliminar los hilos: no tienen. Pelen medio kilo de tomate rojo y maduro y redúzcanlo a láminas finas; hagan lo propio con un par de cebolletas tiernas. A partir de ahí, el plato se hace por sí mismo, o casi.

En una cacerola de fondo grueso pongan un chorrito de aceite virgen. Coloquen primero una capa de cebolleta; sobre ella, una de tomate y, encima de todo, otra de judías, todas ellas con la sal necesaria. Sigan colocando capas, en ese orden, hasta que agoten el material: lo máximo, en todo caso, son tres capas. Vuelvan a regar con un hilo de aceite, tapen la cacerola y pónganla a fuego suave; recuerden que no hay más agua que la de vegetación.

Debería cocer alrededor de media hora. Se trata de que las judías hagan honor a su nombre, y sean casi manteca. Aquí no se buscan judías verdes duras, dureza que se camufla bajo la polivalente expresión "al dente".

Las cosas tienen su punto exacto, con el que se da a fuerza de práctica, y ese punto es, además, el que a usted le gusta, no el que predican los amantes de servir las cosas prácticamente crudas. Cómanselas ellos así, si así les gustaren.

Cuando estimen que ya están, más o menos, abran la cacerola; practiquen unas cavidades en la capa superior, que se llenarán de ese rico jugo vegetal, en el que escalfarán un huevo (nadie les impide hacer más) por persona. Cuando todo esté listo, vayan emplatando y, sin más dilación, lleven a su mesa el verano.

Un blanco fresco será buena compañía. Y, por supuesto, un buen pan, con miga esponjosa, porque la salsita que se deriva de los propios jugos de judías y tomates sí que es, de verdad, de las "de toma pan y moja". Qué bien se come en verano, por favor.