Que el clima influye en nuestra fisiología y por tanto en las necesidades dietéticas es algo evidente. No es que cada estación necesite una fórmula distinta, pero sí que cambian un poco los requerimientos dietéticos.

En verano, el cambio más notable es que hay una cierta disminución de las necesidades energéticas. Una parte importante de la energía que ingerimos está destinada a mantener la temperatura corporal, y como en verano es mucho más fácil mantenerla que en invierno, se necesitan menos calorías.

De ahí, en parte, que nos apetezcan platos más ligeros en verano y que en general se tenga menos apetito. Pasa lo contrario con la bebida. Las necesidades hídricas aumentan en verano porque aumenta la sudoración y la transpiración por la piel. Ambos mecanismos son un verdadero sistema de refrigeración del cuerpo. Y no hay que olvidar que la bebida más adecuada para el organismo humano es el agua y que la temperatura idónea para que produzca su efecto hidratante es de 10ºC a 15ºC.

Lo más frío no hidrata más. Debido justamente a lo anterior, en verano hay más pérdida de minerales que en invierno. Esto quiere decir que en verano vale la pena tomar aguas más mineralizadas que en invierno. Otro punto que tener en cuenta es la digestibilidad. El calor, igual que el frío extremo, no favorece la digestión. Es por ello que es absolutamente recomendable que en verano los platos sean de cocina muy simple.

Con las altas temperaturas hay que aumentar las precauciones ante los alimentos crudos. Especialmente en cuanto a carne, pescado y huevos se refiere. De ahí que sea recomendable tomar los alimentos proteicos de origen animal cocidos al punto y evitar las salsas con cremas y huevo.