Sobre los precios de algunos alimentos

Una mujer compra en un supermercado

Una mujer compra en un supermercado / Agencias

Miguel Terrés Hernández

Comer, alimentarse se está convirtiendo cada vez más en un asunto contable, disponer o no de tal o cual cantidad de dinero con la finalidad de nutrirse.

Con un plan de compra más o menos previsto, usted, amigo mío o amiga mía, entra, como suele hacer, en uno de los supermercados de las principales cadenas de distribución a proveerse de lo que tiene pensado que le conviene consumir.

Se para delante de las estanterías y de repente comprueba que lo que hace unos días valía tanto ahora tiene un precio distinto, un precio que no es igual ni más bajo, sino al contrario.

Y se da cuenta de que deambular entre los pasillos se ha transformado inopinadamente en un laberinto; que se topa con un auténtico jeroglífico; que está enfrentándose a un juego de acertijos.

Vista entonces la alteración de los precios, puede que empiece a hacerse preguntas de este estilo: ¿Me llevo esto? ¿Desecho eso? ¿Cojo aquello? ¿Renuncio a lo que me apetece? ¿Compro lo que me obligan a comprar más caro?

Entre esas, sepa usted, amigo mío o amiga mía, que tan solo en el mes pasado, el de abril, el precio de algunos alimentos a los que se les había aplicado por decreto el IVA rebajado, ha subido el 2,8 %, el 3,1 % y el 9,3 %, caso de las lechugas iceberg, las zanahorias y las patatas, respectivamente, algo que el Ministerio de Consumo hace más de un año que tiene prohibido que se produzca, exactamente desde enero de 2023.

Sin embargo, las principales cadenas de supermercados han hecho sus habituales oídos sordos y los márgenes de los beneficios que han obtenido han ido subiendo subrepticia y lentamente, del mismo modo que si hubieran sido globos aerostáticos.

Y nosotros los clientes, que vemos a las claras la ascensión de sus ganancias, notamos también que los escuálidos fondos de nuestros bolsillos han ido hundiéndose precipitadamente como si fueran piedras lanzadas a un pozo rebosante de agua.