Las dos Españas para mí no se circunscriben al ámbito político derecha-izquierda ni al futbolístico Barça-Madrid, sino en otras clasificaciones menos ortodoxas. Por ejemplo, midiéndolas en parámetros televisivos, me atrevería a decir que las dos Españas que percibo estarían representadas por 'Cine de barrio' y 'Metrópolis'.

El Festival de Eurovisión, que es de lo que realmente quiero hablar, está mucho más cerca de 'Metrópolis' que de 'Cine de barrio'. Lo que ocurre es que en este país de pandereta los medios que mandan se empeñan en adscribirlo en el ámbito del programa que inauguró Parada, atrapados en el planeta de las Karinas, Salomés, Perets y Bettys Missiegos. Calificaron el Eurofestival de cutre, como se queja Íñigo, sin haberlo visto desde hace veinte años. Y ahí se han quedado.

En España, sólo en España, da la impresión de que el evento queda reducido a un guetto, a unos fieles, y salvo en la noche de la final, no existe. Visto lo visto en Kiev, a más de uno le vendría bien echarle un ojo a este mundo paralelo. A lo mejor no se sienten concernidos. No imagino a los 12.000 asistentes diarios a las corridas en la Maestranza de la pasada Feria o a los millones de futboleros que saben de las ciudades de Europa por la Champions muy interpelados por el lema del Festival de este año, 'Celebrando la diversidad'.

Pero no estaría de más que, por lo menos, sepamos que existe otro mundo. Más libre. Más creativo. Más mestizo. Solamente esa preciosidad de canción del portugués Salvador Sobral, compuesta por su hermana Lucía, justificaría el visionado cómplice y gozoso del evento. Evento que, audiovisualmente hablando, es el más renovado y puntero a nivel planetario.

Pero las técnicas no son las únicas virtudes del concurso. En plena involución, Europa debería tomar buena nota de su mensaje.