Dan ganas de estrujarlos o de escupirles de tan patéticos. Los vemos en un bloque para la publicidad en Espejo público. De repente el debate en la mesa política - esto no es un colegio, es una guardería, se quejaba el otro día con amargo cachondeo, entre risas y ese humor contagioso que tiene la premiada con un Ondas Sussana Griso -, pues eso, que el debate se detiene para ir a publicidad, y ahí están ellos, que se levantan de sus asientos y se dirigen a una esquina del plató para vendernos la burra de una compañía telefónica.

Son Albert Castillón y Cristina Fernández, unos cachondos que se montan el teatrillo de la fibra óptica y las ventajas de pasarse al enemigo de tu compañía de toda la vida con un entusiasmo rácano, mecánico, de media solvencia, vamos, que les importa un espárrago verde el mensaje.

Otras estrellas de más alta responsabilidad, véase la propia Griso, venden pasta para ensalada que se convierte en pasta para su cuenta bancaria, incluso Pablo Motos, que no lo necesita porque él sabrá el jornal que lleva a casa, se baja de la moto para, como un simple mortal, o unas simples hormigas, anunciar lo que le pongan por delante, que suele ser un contrato de publicidad muy apetecible.

Hasta la chabacana Paz Padilla se tira al colchón de látex para llevarse unas perrillas extra a casa.

Al final, como dicen en su teatrillo Albert y Cristina, todos dicen ¡wow!, que es lo que le hacen decir a esta pareja de periodistas que deberían de haber pasado por una escuela de interpretación porque, la verdad sea dicha, esos ¡wow! que deberían ser de euforia llegan al oído del espectador más desganados que la audiencia de la misa del domingo. Todo por la pasta.