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Momentos de Alicante

La Cupletista

LA CUPLETISTA

MELILLA, JULIO-OCTUBRE DE 1909

Cuando a Guadalupe Molina le propusieron ir a Melilla, hacía dos años que se encontraba en la cúspide de su carrera artística. En mayo de 1907 triunfó en su debut como estrella del Salón Actualidades de Madrid, después de haber pasado año y medio por otros escenarios como el Variedades y el Japonés. Actuó en el Teatro Circo Price, viajó luego a París, Buenos Aires, México… Su éxito sólo era comparable al furor que causaba entre el público masculino. Sus canciones, casi todas compuestas por Quinito Valverde, de tono picante, eran conocidas y tarareadas por España y América. Y su figura era el mito erótico que acaparaba los cartelones de las fachadas de los teatros y tarjetas postales.

Cuando desembarcó en Melilla junto a sus nobles acompañantes, se vivía en la ciudad un período de relativa tranquilidad, gracias a una tregua establecida de forma tácita. Fueron recibidas por el comandante en jefe de la plaza, el general José Marina uniformado, quien les agradeció su «encomiable gesto de generosidad y patriotismo», ordenando a varios de sus subalternos que las acompañaran a las casas donde serían hospedadas. Todas las damas fueron alojadas en viviendas del primer recinto amurallado de la ciudad; excepto Guadalupe, que fue llevada a casa de la viuda hebrea doña Camila, que vivía sola en el barrio del Polígono, a extramuros.

LA CUPLETISTA

Guadalupe se incorporó como enfermera en el hospital al día siguiente de su llegada. Días después, aprovechando una cena a la que fue invitada en la comandancia militar, junto a los duques de Medina de Rioseco, marquesa del Mérito y demás aristócratas, le propuso al general Marina organizar una función que sirviera para animar a la tropa. Pero el general declinó la oferta con una amable sonrisa, objetando que no era el momento para distraer a los soldados, y menos con actuaciones tan picantes como el que ella proponía. Aunque Guadalupe propuso rebajar el tono, Marina rechazó con rotundidad la idea.

Un antiguo amante

Pasaron sus primeros días de estancia en Melilla, lugar exótico pero aburrido, donde se mezclaban camellos con automóviles, por cuyo cielo sobrevolaban los dos globos cautivos de los aeronautas españoles que vigilaban los campos rifeños.

Pronto empezó Guadalupe a echar de menos su Madrid natal. El Madrid de los cafés y los teatros, de los cinematógrafos y los toros, de los tranvías y los Ford, esos automóviles que empezaban a ponerse de moda. También se cansó de vestir aquella ropa tan sobria, añoraba sus vestidos parisinos, escotados por arriba, cortos por abajo, que no podía lucir cuando era invitada a alguna cena por las autoridades melillenses.

El único momento que tuvo de distracción durante los primeros días de estancia en Melilla fue la tarde de domingo en que se reunió, en una vieja taberna del primer recinto, con algunos de los corresponsales de prensa que cubrían la guerra.

Se vistió para la ocasión con un conjunto diseñado por Mariano Fortuny Madrazo, inspirado en la Grecia clásica y un chal Knossos en seda estampada. Asistieron cerca de una decena de periodistas, la mayoría españoles, como la escritora Carmen Burgos Seguí (más conocida por Colombine), representante del periódico La Nación de Buenos Aires y primera mujer periodista y corresponsal de guerra reconocida y respetada en la profesión. Se encontraba también Giovanni Miceli, redactor de Il Secolo de Milán, que había sido cronista en la guerra ruso-japonesa. Todos escribirían sobre Guadalupe en sus crónicas y le pidieron que les concediera una entrevista. Fue una reunión agradable que la hizo sentirse la estrella que era. Hasta que apareció Diego Cumplido.

En contra de lo que mucha gente pensaba, la cupletista no había tenido tantos amantes, por lo menos no todos los que le atribuían los chismorreos, publicados o no. Conocía a reyes y príncipes europeos, pero no había sido la amante de ninguno; conocía y era amiga de los toreros más célebres, como el Bombita y el Gallo, pero tampoco había tenido romance alguno.

Diego Cumplido, por el contrario, sí había sido su amante. El hombre que marcó su corazón.

No era famosa cuando conoció a aquel mozalbete barbilampiño que acudía cada noche al teatro para verla, casi siempre colándose por la puerta de artistas. No era guapo, pero tenía una carita de niño malo que atraía, y una alegría de vivir que cautivaba. Diego amaba la vida bohemia por obligación. Tenía el dinero justo para un café y algo de pan. Dormía en un banco o debajo de un puente. Pasaba el día de café en café, intentando intervenir en tertulias donde participaban reconocidos escritores y artistas. En realidad, buscaba un protector que comprara y publicara sus artículos, que llevaba siempre encima, envueltos en tela oscura, o que alguien influyente de la administración o la política le colocara de funcionario. Los lugares que frecuentaba eran los que estaban de moda: El Universal, el Café de Madrid, el Nuevo Café de Levante, el Café de Iberia y la Horchatería Candela, donde solía acabar la ronda con la única comida del día.

Diego, pobre e ingenuo, estaba enamorado de ella, siempre persistente. Por las noches le hacía llegar un regalo a su camerino, un poema de amor. Cuando Guadalupe sucumbió, descubrió que era un apasionado y generoso amante. Le confiaba con ardor y vehemencia sus anhelos. Pero Guadalupe no se enamoró. Disfrutaron de su anonimato recorriendo las calles de Madrid por las noches, antes de refugiarse en algún hostal céntrico y discreto. La hacía reír, le gustaba, le quería, se dejaba querer… Le pidió que se casara con él; sorprendida, soltó una carcajada. Herido y despechado, aquella noche se marchó de pronto, después de robarle el dinero de su bolso mientras se aseaba. No era mucho, pero Guadalupe se sintió muy decepcionada. No volvió a verle.

Dos años después, siendo una célebre cupletista, leyó en El Liberal la historia de un preso de la cárcel de Ocaña que había ganado con un cuento un premio organizado por el periódico. El preso se llamaba Diego Cumplido, detenido un año antes. Un agente de policía le tomó por anarquista al oírle gritar vivas a la República en mitad de la vía pública de Madrid. Al arrestarle, el muchacho empuñó un arma y disparó al aire. Fue detenido. Según contaba El Liberal, se esperaba muy pronto su excarcelación, a tiempo para recibir el premio y un puesto de redactor en el propio periódico.

Y ahí estaba, en Melilla, frente a ella como corresponsal de El Liberal, con un traje color crema y pantalón de pinzas impecable; corbata ancha, corta, a la moda, más gordo. Su cara de chico malote había desaparecido, ahora tenía enfrente a un caballero.

Caminaron por la plaza de Armas.

–Te sigo queriendo y me gustaría que me dieras otra oportunidad. No soy el mismo y…

–No sigas, Diego. Nuestro tiempo ha pasado. Guardo un recuerdo precioso de nuestro…, nuestro romance. Pero no vamos a repetirlo…

–Me sigues considerando un pobre diablo –le replicó con amargura–. Como ahora eres una artista tan afamada…

–No es por eso…

–Querida, tengo más conocimiento y poder. De modo que no dejaré que me humilles por segunda vez. Ahora no me conformaré con robarte unos reales…

Se dio media vuelta y regresó al primer recinto.

Preocupada, apenas durmió aquella noche. Pero al día siguiente se olvidó por completo de Diego.

Un nuevo amante

A media mañana, en el hospital, se cruzó con el famoso moro que llamaban El Gato. No era la primera vez que lo veía. Unos días antes, yendo por la calle, lo observó junto a un séquito de cinco o seis rifeños dirigiéndose al cuartel general. La comitiva producía sensación. Muchos melillenses salían a la calle para verla pasar, al tiempo que el más alto saludaba afectuosamente con la mano, como un príncipe o un artista famoso. Guadalupe averiguó que aquel moro, conocido por El Gato, uno de los confidentes más apreciados por el general Marina, era un caíd, una especie de juez, del pueblo vecino llamado Mezquita.

Aquella mañana en el hospital sus miradas se encontraron. Fueron sólo unos segundos, pero suficientes para que a Guadalupe le pareciera que había durado una vida de felicidad. Aquel hombre esbelto, de unos treinta años, cubierto con chilaba, la miró con sus ojos negros, brillantes, protegidos por pestañas tupidas como los pistilos de una orquídea negra, y aquella mirada la capturó, se asomó a su alma y el tiempo se detuvo.

Días después se encontraron en la residencia del general Marina. El Gato llegó de forma imprevista para despachar asuntos urgentes con el general. Por el comportamiento de las damas, visiblemente alteradas ante aquel moro agreste y fascinante, Guadalupe observó que no era sólo ella la que se sentía atraída por él. Comprendió que era un personaje conocido en Melilla y la Península, gracias a los retratos suyos que publicaban en periódicos los cronistas de guerra.

A partir de aquel encuentro le llegaron notas y regalos de El Gato, por medio de un morito que trabajaba en el hospital. Deseaba reunirse a solas con aquel hombre, pero resistió la tentación durante unos días, hasta que la perseverancia de él y el aburrimiento de ella, al que se enfrentaba a diario, hizo que aceptara una cita. Cenaron en secreto y, en los postres, se enamoró.

Casado con dos mujeres, no parecía conocer muy bien el arte de amar, pero la pasión y generosidad que derrochaba eran tan grande, que pronto aprendió a satisfacer las ansias de ella.

Por el día Guadalupe trabajaba en el hospital. Comía con algunas de las aristócratas que hacían su misma labor, especialmente con la duquesa de Medina de Rioseco, comentaban las novedades que se iban produciendo:

–Hoy han traído herido a uno de esos touristas que vienen a Melilla a curiosear, husmeando. Por lo visto quiso dar un paseo por el campo hasta llegar a la Posada del Cabo Moreno, y allí le alcanzó una bala en el brazo izquierdo. Una herida leve que podrá lucir como un trofeo.

–No entiendo cómo dejan venir a esta gente, con lo peligroso que es… –se quejó con desdén la marquesa del Mérito, vestida con el uniforme de enfermera.

Por la noche, Guadalupe tenía una vida distinta, más intensa, placentera, como zarca de su fogoso amante. Así la llamaba Mohammed en su lecho: Zarca, la que tiene los ojos azules. Ella le susurraba al oído Lo que cantan las estrellas: «No le digas a nadie / lo que nos pasa / que la gente se ríe / de nuestras ansias / y, aunque yo no comprendo / si es buena o mala, / la pasión que sentimos / nos quema el alma / con un fuego que alumbra / como la llama».

El 8 de septiembre, muy temprano, fue llevada por un soldado hasta la oficina del general Marina, que la recibió a solas, con semblante serio.

–Permítame que sea directo, señorita Molina. Lea, por favor, este despacho telegráfico que iba a ser enviado ayer noche a la redacción de El Liberal por su corresponsal, el señor Cumplido.

Bastó oír el nombre, para intuir el contenido: «El Gato engatusa á la cupletista».

De pronto se quedó impactada, sin fuerzas. A duras penas pudo seguir leyendo.

–Gracias a la censura que tenemos impuesta, tan vituperada por la prensa más liberal, pero tan necesaria en tiempos de guerra, conseguí interceptar este despacho telegráfico antes de que fuera enviado a Madrid. Hice traer al señor Cumplido, quien me reconoció que llevaba días siguiéndola. Me aseguró que era cierto cuanto había escrito, me facilitó más datos. Y me exigió que autorizara el envío de su crónica… –Marina calló. Tras suspirar, el general añadió–: Comoquiera que, tarde o temprano, el señor Cumplido habría hecho llegar a la redacción de su periódico este… libelo –dijo, señalando el papel–, le hice una propuesta que no pudo rechazar: Si desistía del envío y me daba su palabra de caballero de olvidar el asunto, le permitiría quedarse y le autorizaría a acompañar a nuestras tropas. Naturalmente, aceptó.

–Gracias…

–Con todo mi respeto, señorita Molina, he de pedirle que se prepare para partir lo antes posible. Quizá hoy mismo pueda embarcar… Nadie tiene por qué extrañarse, puesto que ya ha cumplido su mes de estancia aquí…

–Por favor, general, permítame quedarme un mes más. Quiero… Necesito quedarme. Le prometo…, le juro que no volveré a verle…

El general guardó silencio, las lágrimas de ella brotaron. Le ofreció un pañuelo y se levantó de su butaca. Se dirigió a una de las ventanas con las manos cogidas a la espalda, permaneció un rato pensativo; se giró, ordenando:

–Se mudará inmediatamente al primer recinto, probablemente a la casa parroquial. Hablaré con el señor párroco y…

–Muchas gracias.

Con el corazón encogido, pero aliviada, se fue resuelta a cumplir con el juramento. Se trasladó aquella misma mañana a la casa parroquial y continuó realizando su trabajo como enfermera en el hospital melillense un mes más.

No se olvidó de El Gato, a quien vio en varias ocasiones, pero no habló con él. Tampoco Mohammed lo intentó; Guadalupe sabía que Marina había hablado con él. Sin embargo, por aquellos días le abordó una preocupación mayor.

El 28 de septiembre, fue un día especialmente desolador. Llegaron en carros de ambulancia militar los ciento diez cadáveres que habían encontrado horriblemente mutilados el día anterior en el barranco del Lobo.

Al día siguiente, las tropas españolas tomaron el monte Gurugú.

Miles de personas vieron desde Melilla, con ayuda de catalejos, aquellas operaciones militares de avance y retirada del ejército español en las faldas del Gurugú. Guadalupe vio con frustración la retirada de la bandera española de la cima del monte. Observó cómo descendían los soldados españoles, replegándose en orden, y a grupos de moros dirigiéndose hacia el llano de una lomita.

Vio cómo dos moros caían al suelo y otros se volvían para disparar hacia atrás.

Preocupada, buscó a El Gato ayudándose de los anteojos, no lo vio.

Era de noche cuando le llegó la noticia de que El Gato se encontraba ileso. Se sintió aliviada.

El 8 de octubre, a los dos meses de su llegada, la duquesa de Medina de Rioseco anunció su vuelta a Madrid, con ella decidieron regresar la marquesa del Mérito y Guadalupe Molina.

Le pidió al general Marina un último favor, que le concedió el día 9: En su despacho y en su presencia, permitió que se despidiese en secreto de Mohammed Asmani el Gato. En una reunión breve el confidente le entregó a la cupletista una gumía, exornada con piedras preciosas, y que dijo había pertenecido a su familia desde generaciones. Ella, que no lo esperaba, improvisó regalándole una de sus tarjetas postales coloreadas, en cuyo dorso escribió con prisa: «Para mi querido Gato, fuerte como un toro, tierno como un corderito, a quien las estrellas le recordarán con su cántico lo mucho que le quiero. Tu Zarca, que jamás te olvidará.»

Ella le habría regalado un juego de tocador de carey, la posesión más preciada de su madre, pero estaba en Madrid. No habría sido el regalo más apropiado para un hombre como El Gato, pensó, pero tampoco un puñal lo era para una dama.

Partió del puerto de Melilla con desazón y una preocupación creciente que arraigaba en sus entrañas.

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