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Todo el mundo odia a los Eagles

El periodista musical Barney Hoskyns reconstruye en Hotel California la escena musical de Laurel Canyon, emblema del paso del idealismo hippie de los 60 al codicioso rock corporativo de los 70

La formación original de los Eagles: Don Henley, Bernie Leadon, Randy Meisner y Glenn Frey. Henry Diltz Photography & Morrison Hotel Gallery

Allen Klein, el único agente musical del mundo que podía jactarse de haber sido demandado por los Beatles y los Rolling Stones, tenía reputación de ser uno de los tipos más turbios y despiadados del negocio. Él procuraba estar a la altura de su fama. En 1997, los productores de El gran Lebowski le sondearon para utilizar el Dead Flowers de los Stones, en versión de Townes Van Zandt, en los créditos finales de la película y Klein pidió 150.000 dólares por los derechos. En un intento desesperado por ablandarlo, el director musical del filme, T-Bone Burnett, le organizó una proyección de la cinta. Cuando llegó la escena en la que El Nota (Jeff Bridges) suelta la frase «odio a los putos Eagles», Klein se puso en pie y dijo: «Está bien. Podéis utilizar la canción».

La anécdota revela una verdad incontestable: pocas cosas generan tanto consenso en la industria de la música popular como el odio a los Eagles. La nómina de artistas, productores y críticos que en algún momento han expresado su desdén por la banda angelina es más larga que el solo de guitarra de Hotel California, aunque pocos han llegado a los extremos de virulencia del cantautor punk Mojo Nixon, que en 1990 publicó una canción titulada Don Henley debe morir, dedicada al batería y cantante que colideró a los Eagles entre 1971 y 2016 junto a Glenn Frey, ya fallecido.

Joni Mitchell, la etérea musa de Laurel Canyon, en el club Troubadour en 1970. Información

¿A qué se debe esa aversión generalizada? El periodista musical Barney Hoskyns aporta algunas claves en el libro Hotel California, que la editorial Contra ha publicado en España, un fascinante y poco complaciente retrato de la exitosa escena pop que floreció y se marchitó en la ciudad de Los Ángeles entre mediados de los años 60 y finales de los 70; del folk-rock, el flower power y la marihuana al aseado country rock de radiofórmula, las giras en jet privado y las montañas de polvo blanco. Si el título del ensayo puede pecar de previsible, el subtítulo va a por todas: Cantautores y vaqueros cocainómanos en Laurel Canyon. Los Eagles, claro, tienen gran protagonismo.

Ascensión y caída

Armado con un montón de testimonios obtenidos en entrevistas personales, Hoskyns relata la historia de cómo un grupo de cantautores talentosos y ensimismados (Joni Mitchell, Neil Young, Jackson Browne, James Taylor…), bandas con serios problemas de incompatibilidad personal (The Mamas and The Papas, Byrds, Crosby, Stills & Nash, Flying Burrito Brothers, Eagles…) y astutos ejecutivos se mezclaron de forma incestuosa para convertir el sur de California en el centro del universo pop y luego lo arruinaron todo ante la lúcida mirada de un puñado de francotiradores con pocas ganas de socializar (Phil Ochs, Frank Zappa, Randy Newman, Tom Waits, Warren Zevon…).

Zappa, que residía en Laurel Canyon y solía alternar con la flor y nata del nuevo mundillo sin implicarse mucho en sus movidas, fue de los primeros en alertar del rumbo que iban a tomar las cosas. Lo hizo con su proverbial mordacidad al apuntar que la escena pop y folk-rock de la que habían salido grupos como los Byrds, Buffalo Springfield y Love estaba dejando paso a «un prototipo terrible de artista / cantautor / ser sufridor sensible de pacotilla, apoyado en una valla de madera cortesía del departamento artístico de Warner Bros Records, que tiene la deferencia de alquilársela a todas las demás discográficas que la necesiten para producir su propia versión de la misma mierda».

El dardo estaba impregnado de veneno pero iba dirigido al centro de la diana. En pocos años, la comunidad de artistas blancos instalados en Laurel Canyon, con sus bonitas canciones, su idealismo de bazar tibetano y sus prendas vaqueras, se erigió, a los ojos del mundo, en la encarnación del sonido del sur de California, desplazando al verdadero Los Ángeles multiétnico en cuyas esquinas convivían el rhythm and blues, el doo-wop y la música surfera. Phil Spector, uno de los damnificados por este auge de los cantautores introspectivos que convertía en anacrónicos sus métodos de producción, proclamó en voz alta su impaciencia: «Ya me estoy cansando de escuchar los problemas sentimentales de todo el mundo».

Apoyado en la cerca, James Taylor, el sensible cantautor heroinómano.

Llegan los tiburones

La ensoñación californiana no tardó en atraer el interés de mánagers y ejecutivos discográficos, que irrumpieron en la escena de los cañones dispuestos a transformar todo aquel movimiento utópico y confesional en una próspera industria. En esa labor destacó David Geffen, un empresario neoyorquino de codicia desmedida de quien el productor Jerry Wexler llegó a decir que «sería capaz de meterse en una piscina de pus para salir con una moneda de cinco centavos entre los dientes».

Junto a su socio Elliot Roberts, Geffen echó las redes sobre los artistas más destacados de Laurel Canyon (Joni Mitchell, Linda Ronstadt, Crosby, Stills & Nash, Jackson Browne...) e hizo de ellos una especie de aristocracia angelina, aislándolos del mundo e hinchando sus egos a base de lisonjas, dinero, sexo y cocaína. Aquella ingenua comuna hippie que había producido discos de belleza incuestionable se convirtió así en El gran Gatsby, un lucrativo espectáculo de privilegio y decadencia; una fiesta privada en un reservado para vips en el que sonaban canciones con la emoción más cauterizada que el tabique nasal de sus intérpretes.

Los Eagles fueron el producto más refinado (y el más exitoso) de todo ese proceso de corrupción.

Para empezar, y ese es un rasgo muy común a toda la escena de Laurel Canyon, ninguno de los miembros de la banda era californiano, de manera que sus intentos de fundirse con la historia y la mitología del estado dorado fueron percibidos desde el principio como un caso de cinismo o de impostura. O de ambas cosas a la vez. Y cuando se disfrazaron de pistoleros del salvaje Oeste para la portada de su segundo elepé, Desperado, arreciaron las críticas y los comentarios malévolos. «Estos tíos no serían capaces de echarle el lazo ni al respaldo de una chopper», escribió el cáustico Lester Bangs.

Pero los Eagles tenían muy claro que su objetivo no era el aplauso de sus pares sino «triunfar tanto en las emisoras de AM como en las de FM y ganar mucho dinero», como proclamaba Glenn Frey. Lo consiguieron por encima de sus previsiones más optimistas, aunque para ello tuvieron que limar las aristas de ese country-rock que les sirvió de inspiración hasta dejarlo reducido a un sonido plano y agradable que las radiofórmulas acogieron con entusiasmo.

Gram Parsoms, volátil cantante de Flying Burrito Brothers.

El bombástico éxito de los álbumes Their Greatest Hits (1971-1975) y Hotel California empujó a Frey y Henley a abrazar un estilo de vida que acabaría conformando el cliché de la estrella del rock narcisista y decadente: mansiones, Ferraris, escándalos sexuales, cocaína a porrillo... La nariz de Frey tuvo que ser reconstruida no una sino dos veces. Henley convirtió en abusiva costumbre el envío de aviones privados a diferentes puntos del país para recoger a sus citas, no siempre mayores de edad. ¿Cómo no odiarles?

Desde entonces, los Eagles han sido un blanco fácil. Pero, tal como sugiere Hoskyns, ellos fueron solo el síntoma, no la causa, de la enfermedad que el virus del capitalismo desbocado había provocado en una comunidad de artistas tan dotados como inestables. «Al vender su alma a cambio de fama y riqueza -escribe hacia el final del libro-, las estrellas de los 60 y los 70 contribuyeron a crear un mundo en el que el consumismo pasivo acabó por sustituir a la implicación sentimental y el compromiso político». Hay unas cuantas lecciones que aprender ahí.

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