En busca del agua

María Belmonte, siguiendo la estela de sus peregrinos de la belleza, encuentra en el caudal de la historia la fascinación por el líquido elemento

Entrevista a la escritora y traductora María Belmonte.

Entrevista a la escritora y traductora María Belmonte. / INFORMACIÓN

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Los cuatro libros de viajes de María Belmonte, todos ellos publicados por Acantilado, transportan al lector de un lugar a otro del conocimiento de un modo fluido, como si nada. La autora bilbaína no ha querido apartarse del camino que guían sus «peregrinos de la belleza», Durrell, Munthe, Leigh Fermor o Norman Lewis, algunos de los maestros que han inspirado esa escritura atenta contagiada por los mejores materiales históricos que ella misma ha acertado a moldear. En El murmullo del agua, el último, emprende la búsqueda del concepto sagrado del líquido elemento en unas páginas plagadas de referencias culturales, todas oportunas, ninguna, como se suele decir, metida con calzador. En su recorrido por las fuentes, los jardines y las divinidades acuáticas, Belmonte navega por aguas clásicas, renacentistas y barrocas. Se para en Grecia y en Roma, ¿cómo no?, para encontrar el sentido evocador que arrastra el caudal de la historia en un asunto de tanta enjundia para la civilización.

En Grecia, a partir de la primera Oda Olímpica de Píndaro, que compara el agua con el oro. Como la propia María Belmonte escribe, para Homero una tormenta marina significaba la furia de Poseidón y el amanecer estaba pintado por los rosados dedos de Aurora, mientras que las fuentes y los ríos eran las moradas de ninfas y divinidades fluviales. La importancia cultural del agua en Roma, la «Regina Aquarum» de los Plinios y los acueductos, existe desde los clásicos a nuestros días y se comprobaba domésticamente, al menos hasta no hace mucho, en el manantial de la Capannelle, en la Appia, en dirección Ciampino, cuando veías a los vecinos haciendo colas para llenar las botellas y llevárselas a casa. La Ciudad Eterna se precia del agua gratuita desde 1874 cuando el primer alcalde tras la unificación de Italia, Luigi Pianciani, instituyó la costumbre de consumir l’acqua del sindaco por medio de los nasoni, unas fuentes llamadas así por los grifos en forma de nariz y, a la vez, una de la grandes atracciones romanas para los visitantes que no pierden la oportunidad de refrescarse en ellas en los días de calor. Bere al nasone es una de tantas cosas que hacer en Roma; para ello hay centenares de grifos repartidos por el centro histórico. 

De la funcionalidad de esta agua socorrida del alcalde pasamos a la magnificencia artística barroca de Gian Lorenzo Bernini: la fuente de los los Cuatro Ríos, en la Piazza Navona, o la Barcaccia, según el bautismo romano de la flota del papa Urbano VIII arrojando el agua con cañones, al pie de la Piazza di Spagna, debajo de la iglesia de la Trinità dei Monti, levantada en el tiempo que aún no existían las concurridas escalinatas. O a la misma Fuente de los Tritones, de la Plaza Barberini. O a la Fontana di Trevi, de Nicola Salvi, donde Anita Ekberg, convertida en ninfa llama al fauno Marcello Mastroianni para que se adentre con ella en el agua. Bernini manifestó su gran genio creativo estableciendo una tensión y un drama incomparables en la piedra. Esta última con el agua es una de las conjunciones más extraordinarias que existen y está presente en toda la Roma barroca que Belmonte emplaza en las páginas de su hermoso libro. Esta cuenta que cuando el gran escultor acudió a París, convocado por Luis XIV, para trabajar en la restauración del Louvre, el rey le asignó como acompañante a un aristócrata de la corte llamado Paul Fréart de Chantelou, que fue quien recogió los detalles de la estancia del artista italiano en su diario. Parece ser que uno de los escasos momentos de verdadera tranquilidad que Bernini halló en París fue contemplado el discurrir de las aguas del Sena: «Nuestro paseo vespertino fue bastante corto; él quiso ir al Pont Rouge y mandó detener allí el coche durante un buen cuarto de hora, mirando primero a un lado del puente y luego al otro. Al cabo de un rato se volvió hacia mí y dijo: ‘Es una hermosa vista; toda mi vida he sido un gran amigo del agua; es buena para el temperamento’» (pag.149). 

De las páginas del libro de Belmonte, un viaje a través de los siglos, surgen murmullos y fuentes en villas renacentistas, jardines esotéricos y oníricos, que manan abundante literatura. Ella es una viajera presente en el relato de un modo elegante y discreto, a la manera que lo hicieron los peregrinos escritores a los que tanto admira.