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Esperando a Godot

Elogio de la fábula

Elogio de la fábula DanielMcEvoy

El pasado martes, 19 de octubre, se cumplió el trigésimo segundo aniversario de la concesión del Premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela. Si pudieran ustedes escucharme mientras escribo, habrían oído como no he podido dejar de pronunciar en alto las palabras «trigésimo segundo», regodeándome en cada sílaba, al tiempo que pienso en la pena que supone el empobrecimiento del idioma español perpetrado, especialmente, por los políticos y los medios de comunicación para los que, entre otras cosas, los números ordinales han dejado existir.

El discurso que pronunció Cela el día que recibió el galardón se titulaba como este artículo y comenzaba así: «Mi viejo amigo y maestro Pío Baroja, que se quedó sin el Premio Nobel porque la candelita del acierto no siempre alumbra la cabeza del justo, tenía un reloj de pared en cuya esfera lucían unas palabras aleccionadoras, un lema estremecedor que señalaba el paso de la horas: Todas hieren, la última mata. Pues bien: han sonado ya muchas campanadas en mi alma y en mi corazón, las dos manillas de ese reloj que ignora la marcha atrás, y hoy, con un pie en la mucha vida que ya he dejado atrás y el otro en la esperanza, comparezco ante ustedes para hablar con palabras de la palabra y discurrir, con buena voluntad y ya veremos si también con suerte, de la libertad y la literatura…».

Un exquisito comienzo de una alocución que les recomiendo que busquen y lean entera, del mismo modo que les recomiendo, si no las han leído todavía, obras de Cela que son ya clásicos de la literatura mundial, como La familia de Pascual Duarte (1942), La colmena (1951), o Mazurca para dos muertos (1983), entre otras muchas. Pero, de ese primer párrafo del discurso de aceptación hay una circunstancia muy relevante, tal es el recuerdo y la reivindicación que hace Don Camilo de su maestro Pío Baroja, lamentando que no fuera agraciado con la misma distinción que él acaba de recibir.

Méritos no le faltaban, desde luego, a Pío Baroja para haber cumplido el deseo de su pupilo. Sin embargo, la academia sueca siempre se ha mostrado un tanto cicatera a la hora de conceder el premio a escritores de habla española en general, y de nacionalidad española en particular. De hecho, son once los autores de habla hispana que han recibido el Premio Nobel de Literatura. De ellos, cinco son españoles (José Echegaray (1904), Jacinto Benavente (1922), Juan Ramón Jiménez (1956), Vicente Aleixandre (1977), Camilo José Cela (1989)) y seis hispanoamericanos (los chilenos Gabriela Mistral (1945) y Pablo Neruda (1971), el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1967), el colombiano Gabriel García Márquez (1982), el mexicano Octavio Paz (1990) y el peruano Mario Vargas Llosa (2010)). Como contrapunto, les puedo decir que los galardonados de lengua inglesa han sido veintinueve y que los de lengua francesa y alemana, empatan a quince.

Pero, volviendo al discurso de Camilo José Cela, me gustaría transcribirles otro fragmento que me gusta especialmente: «No es difícil escribir en español, ese regalo de los dioses del que los españoles no tenemos sino muy vaga noticia, y me reconforta la idea de que se haya querido premiar a una lengua gloriosa y no a un humilde oficiante de ella y servidor de lo que con ella puede expresarse: para gozo y lección de todos los hombres, que la literatura es un arte de todos y para todos, aunque se escriba sin obedecer a nadie y sin escuchar más que el sordo y anónimo rumor de nuestro rincón y nuestro tiempo…».

Me encanta la concepción de Cela de nuestro idioma como «un regalo de los dioses»; realmente lo es. El problema, en mi humilde opinión, es que cuando nos regalan algo tendemos a valorarlo menos que si debemos ganarlo con nuestro esfuerzo. Lo que no puedo compartir con él es la afirmación de que no es difícil escribir en español. Seguramente no lo sería para Cela, pero les puedo asegurar que, para mí, escribir unas modestas líneas como las que les dedico todos los sábados me supone un esfuerzo ímprobo y una buenas dosis de pasar páginas del diccionario, metafóricamente hablando, pues ahora lo hago en la magnífica aplicación del diccionario de la Real Academia.

La cuestión es que un idioma como el nuestro, además de ser un regalo de los dioses, debería ser uno de nuestros principales activos culturales y económicos. Los ingleses lo tienen muy claro y lo explotan hasta la saciedad, mientras que nosotros no somos conscientes de hechos tan simples y constatables como que los hablantes de español que hay en el mundo tienen un poder de compra conjunto de alrededor del 9% del PIB mundial, o que si la comunidad hispana de los Estados Unidos fuera un país independiente, su economía sería la octava más grande del mundo, por delante de la española; o que en los países donde el español es el idioma oficial se genera casi el 7% del PIB mundial, o que el español es el segundo idioma más relevante en el sector del turismo idiomático.

Sin embargo, en España estamos empeñados en dilapidar este legado, bien por desidia, utilizando de una forma paupérrima el idioma, bien por estulticia, con extrañas ingenierías sociales que tratan de «normalizar» lo que nunca lo ha sido o, directamente, imponen lenguas inventadas como sucedió con el euskera y quieren hacer ahora con la llingua asturiana.

En definitiva, y utilizando palabras también del propio Cela, «No usemos la lengua para la guerra, y menos para la guerra de las lenguas, sino para la paz, y sobre todo para la paz entre las lenguas. De la defensa de la lengua, de todas las lenguas, sale su fortaleza, y en su cultivo literario y siempre progresivo se fundamenta su auge y su elástica y elegante vigencia».

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