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HBO Max

¿Por qué tanta gente detesta a Kenny G?

Un fascinante documental de Penny Lane para HBO Max confronta el colosal éxito de ventas del saxofonista con la extendida animadversión que genera su música

Kenny G.

Kenneth Bruce Gorelick tenía 17 años cuando en 1974 su mentor musical James Gardiner, compositor residente de la banda del Instituto Franklin de Seattle, lo invitó a unirse por una noche a su grupo de jazz en una actuación en el Teatro de la Ópera de la ciudad. No solo eso, sino que, en un momento del recital, lo animó a tocar un solo de saxo. En lugar de improvisar una cadencia típica, el joven Gorelick se dedicó a sostener una sola nota durante 10 minutos practicando la llamada respiración circular (técnica que consiste en inhalar aire por la nariz al mismo tiempo que se exhala por la boca al soplar el instrumento), un golpe de efecto al que el público respondió con una ovación puesto en pie. Acababa de nacer Kenny G.

Gardiner relata la anécdota en un momento de la película ‘Listening to Kenny G’ (‘Escuchando a Kenny G’), de Penny Lane (el nombre es auténtico), que la plataforma HBO Max acaba de estrenar dentro de su serie de documentales musicales ‘Music Box’. Con independencia de los sentimientos que uno pueda albergar hacia la música del melifluo saxofonista de la melena rizada y los 75 millones de discos vendidos, ‘Listening to Kenny G’ es un filme fascinante que no solo ofrece un revelador retrato de un personaje verdaderamente singular sino que plantea interesantes cuestiones sobre cómo se conforma el gusto musical y de qué estamos hablando cuando decimos que una música es “buena” o “mala”.

“Kenny G es el instrumentista con más ventas de la historia. Probablemente sea el músico de jazz vivo más famoso. Y he hecho esta película para saber por qué eso enfada tanto a algunas personas”, afirma la directora Penny Lane con un candor no exento de ironía.

De hecho, es difícil no sentir cierta admiración irónica hacia un tipo que, en su primera aparición en la película, a la pregunta “¿cómo te sientes?”, responde: “Subestimado, en general”. Y que más adelante, con toda la seriedad del mundo, suelta frases como: “Para la gente no soy un personaje, soy un sonido; “Cuando escucho mi saxo, me siento y pienso: ‘Joder, qué bonito’”. O esta otra: “Sé que si me cortara el pelo, mi carrera se iría por el retrete”. 

Un perfeccionismo obsesivo

Cuando Kenny G se pone ante la cámara es una máquina de disparar de titulares. Y es justamente esa generosa exposición de su personalidad narcisista y de su enfermizo afán por alcanzar la perfección en todo lo que hace (tocar el saxofón, jugar al golf, pilotar aviones, cocinar un pastel de manzana, lavar la ropa o responder preguntas; en un momento le dice a la directora que quiere brindarle “la mejor entrevista” que nunca haya hecho) lo que le da a la película un subtexto crítico que no necesita subrayados para resultar perturbador.

Gorelick era el saxofonista de la banda The Jeff Lorber Fusion cuando en 1982 el legendario fundador y presidente del sello Arista, Clive Davis, le ofreció un contrato en solitario, aunque, para vencer la resistencia del gran público a la música instrumental, lo emparejó con diversos cantantes en discos que tuvieron una repercusión limitada. Hizo falta un acto de insubordinación (y, por qué no, de chulería) para que su carrera despegara: en 1986 fue invitado al programa de Johnny Carson a presentar su nuevo ‘single’, una versión de un viejo éxito de Junior Walker & The All Stars; sin advertírselo a los responsables de la emisión, Kenny G cambió de idea en el último momento y tocó una azucarada composición propia titulada ‘Songbird’. El éxito de la canción disparó las ventas del elepé ‘Duotones’ hasta los cinco millones de ejemplares solo en Estados Unidos.

A partir de ese momento, la música de Kenny G se hizo ubicua y propició el nacimiento de un nuevo género: el llamado ‘smooth jazz’ o jazz suave. “Jazz para gente a la que no le gusta el jazz”, como admite en el documental el radiofonista Allen Kepler. A fin de abordar la retorcidísima relación del saxofonista de los rizos con el jazz, la película de Penny Lane da voz a varios críticos especializados. El papel más beligerante le corresponde a Will Layman, del portal ‘PopMatters’, que compara el sonido de Kenny G con “el papel pintado” y denuncia que, a diferencia de lo que ocurre con los grandes del jazz, en su música no hay conversación con otros instrumentistas sino un simple monólogo. “Eso no es sexo, es masturbación”, añade.

Un "arma de consentimiento"

Ben Ratliff, que durante dos décadas fue crítico de jazz del ‘New York Times’, adopta un enfoque más sociológico, político incluso, al sugerir que la presencia de la música de Kenny G en las consultas de los dentistas y los bancos está conectada con “un intento empresarial de calmar los nervios” de la población. Más adelante, señala que las composiciones del saxofonista son “un arma de consentimiento” que hacen que la gente acepte obedecer, una tesis que el éxito de la canción ‘Going home’ en China (donde se emplea como señal de que la jornada laboral ha llegado a su fin) parece confirmar.

Kenny G, en una imagen promocional de finales de los 80.

En cualquier caso, las opiniones críticas de “la policía del jazz” (la expresión es del propio Kenny G) no parecen hacer mella alguna en la autoestima del músico de Seattle ni en la adoración que sienten por él millones de personas en todo el mundo; hombres y mujeres para quienes las canciones del saxofonista constituyen la banda sonora de algunos de los momentos más importantes de sus vidas. Es difícil no cuestionar los prejuicios que uno puede sentir hacia la obra de Kenny G al ver el emocionante montaje de vídeos domésticos de bodas en las que suena su música que Penny Lane ha incluido en la película.

Pero, al final, resulta ser el propio Kenneth Gorelick el que, sin darse mucha cuenta de ello, se encarga de dar la razón a quienes le acusan de facturar un producto esterilizado, sin alma ni sentido de la historia. Cuando la directora del documental le pregunta qué es lo que ama de la música, él responde con una franqueza bastante pasmosa que en realidad no ama demasiado la música. “Si escucho música -añade-, pienso en los músicos, en lo que les cuesta hacer lo que hacen y cuánto tienen que practicar”.

Es entonces cuando recordamos que Kenny G, uno de los primeros inversores de la cadena de cafeterías Starbucks, no estudió música, sino contabilidad.

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