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Mercedes Gallego

OPINIÓN

Mercedes Gallego

Zonas de confort

El Corte Inglés en Alicante.

Hasta que obró el milagro que aún hoy sigo sin saber a qué santo agradecérselo, me aterraba volar. Una condena como otra cualquiera para alguien que, como yo, no entiende la vida sin viajes. Antes de ese regalo claro que me desplazaba por los aires, pero el remedio era peor que la enfermedad. Los días previos a coger el vuelo, por muy paradisiaco que fuera el destino, transcurrían en un sinvivir. El miedo a que el aparato explotara en pleno despegue con los tanques de combustible a rebosar, se desplomara desde 40.000 pies de altura o se estampara contra la pista durante el aterrizaje era tal que antes de salir hacia el aeropuerto me despedía de los míos como si me fuera al frente. Y hubo ocasiones en que hasta repartí entre mis hermanos y amigos las cintas de casette en una especie de testamento musical. Por si acaso.

Una vez en el avión, lo único que me calmaba era reparar en la tripulación. Si las azafatas y los azafatos sonreían tranquilos, yo respiraba. Si les venía caminar con calma e incluso intercambiar bromas, en ese momento comenzaba a llegarme la camisa al cuerpo. Lo malo era que las comprobaciones tenían que ser continuas, con lo que en vuelos largos llegaba hecha unos zorros sin necesidad del síndrome de la clase turista. Pero esa sensación de sosiego me convencía de que nada malo podía suceder.

Algo parecido me ha ocurrido siempre en el Corte Inglés. Es cruzar las puertas, darme un garbeo por la sección de perfumes, acercarme a la de libros y zigzaguear entre las estanterías de los vinos y, aunque afuera estén cayendo chuzo de punta, yo estoy tranquila y segura de que nada va a ir mal. Así que aquí me tienen ahora, sin saber cómo en medio de tanto confort encajar el Ere del grupo comercial.

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