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Juan R. Gil

ANÁLISIS

Juan R. Gil

Los políticos que no amaban a las personas

Las cúpulas de los partidos están en campaña permanente. Después de las elecciones de Madrid pueden venir unas generales, lo que traería autonómicas en la Comunidad Valenciana. El foco no está en la pandemia ni sus consecuencias, sino en contar votos

Los políticos que no amaban a las personas

Las elecciones del 4 de mayo en Madrid pueden tener como consecuencia un anticipo de las generales. Si así fuera, a Ximo Puig no le quedaría más remedio que volver a hacer coincidir con ellas las autonómicas de la Comunidad Valenciana. Pero también puede provocar la convocatoria por adelantado de comicios en otras regiones: Castilla y León (donde debe votarse otra moción de censura), Andalucía, Murcia... Depende de las sumas y restas que en la noche de ese día 4 se den y de las conclusiones que, en términos de dinámica de votos, extraigan los asesores de los principales partidos. Pero, si eso pasa por arriba, a ras de suelo, esto es, en los ayuntamientos, la cercanía del ecuador del mandato, que en su caso no puede legalmente acortarse, está viviéndose en medio de una gran zozobra, fruto de la mediocridad de las listas que se presentaron, de la fragilidad de muchos de los pactos de gobierno que se alcanzaron y, por supuesto, de la desintegración de un actor fundamental en bastantes de ellos, como es Ciudadanos. O sea, que en un año decisivo en el combate contra la pandemia y en la adopción de medidas que permitan a este país afrontar la formidable crisis social y económica en la que el virus nos ha metido, los representantes políticos no tienen el foco puesto ni en la logística de la vacunación ni en los planes para hacer una inversión transformadora de los fondos que Europa ha comprometido pero que puede retraer si no hay una gestión competente de los mismos. Lo que están es sacando cuentas para cambiar gobiernos. Jugando a los bolos con nuestras cabezas.

Las generalizaciones son injustas. Y esta que acabo de escribir lo es como todas. Y cuando de política se trata, esas generalizaciones pueden además alimentar la bestia de los populismos. También soy consciente y es lo último que quisiera hacer. Porque no necesitamos salvapatrias. Lo que urge es volver a los tiempos en que los políticos aspiraban a agotar legislaturas para poder gestionar porque tenían un proyecto que desarrollar. Y salir de estos tiempos en los que todo el objetivo es acumular llamamientos a las urnas por falta precisamente de capacidad para gestionar.

Murcia ha servido de excusa para todo. Pero la verdadera causa de lo que está ocurriendo hay que buscarla una vez más en las elecciones de Cataluña, donde todos salieron malparados

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Todos los periodistas hemos abusado estos días del ejemplo del terremoto para describir lo que está sucediendo en la política española y hemos situado su epicentro en Murcia, con la moción de censura presentada la semana pasada por sorpresa contra el presidente popular de la región, Fernando López Miras, por Cs, que formaba parte hasta ese momento de su gobierno, y el PSOE, que ganó allí las elecciones aunque no pudo ocupar el palacio de San Esteban precisamente por ese pacto entre el PP y Cs, apoyado desde la Asamblea por Vox. Y es cierto que ese disparate (ni había votos suficientes, como esta semana se ha visto, ni discurso coherente detrás de la moción, que habría dado la presidencia a un partido con sólo seis escaños pese a tener los socialistas 17 y que habría batido el récord, con la colaboración activa del PSOE, de estar en un Gobierno con los votos de Vox y dirigir otro con los de Podemos); es verdad que ese fiasco, decía, dio la excusa perfecta a Isabel Díaz Ayuso para convocar las elecciones en Madrid y al mismo tiempo provocó la implosión en toda España de Ciudadanos, formación que desde que cometió ese error tan grave no ha pasado un día sin que abandonara el barco un cargo público, entre ellos la diputada por Alicante Marta Martín, que ha renunciado al escaño y a la militancia.

Pero creo que un análisis más a fondo situaría el origen de ese terremoto, no en Murcia, sino en Cataluña. Las elecciones celebradas allí el 14 de febrero no sólo no resolvieron el sudoku maldito en que esa comunidad está atrapada, sino que exacerbaron los males de todos los partidos:

-Los independentistas volvieron a ganar en escaños, aunque 35 días después ni siquiera han sido capaces de encarrilar las conversaciones para formar un gobierno del que los antisistema de la CUP vuelven a tener la llave. ERC sigue prisionera de la partida de Puigdemont, a la que sólo fue capaz de imponerse por los pelos.

-Los socialistas ganaron en votos, pero tienen extremadamente difícil gobernar. Y si el PSOE no gobierna Cataluña, pero tampoco el País Vasco, ni Galicia, ni Andalucía, ni Madrid, ¿cuál es el balance de Pedro Sánchez?

-Los Comunes, la franquicia de Podemos en Cataluña, obtuvieron un mal resultado, pese al maquillaje de no perder escaños. Le superaron Vox y la CUP, quedó muy mal posicionado en Barcelona y su principal objetivo en esos comicios, que sus votos fueran decisivos para formar un tripartito de izquierdas, se vio de momento desbaratado.

-En la derecha, Ciudadanos, el primer partido en votos en las elecciones de 2017, se hundió ahora hasta una irrelevante séptima posición, perdiendo 31 de sus 37 diputados. Once sacó de la nada Vox , dándole el sorpasso al PP. Los de Pablo Casado sufrieron la humillación, no sólo de verse claramente rebasados por la ultraderecha, sino de perder incluso uno de los misérrimos cuatro escaños que habían sumado en los comicios anteriores.

Como los acontecimientos políticos se suceden en España a una velocidad mayor que la de la luz, parece que esas elecciones catalanas hubieran sucedido hace un siglo. Pero sólo hace de ellas un mes. Y repasando sus resultados se comprende mucho mejor lo que luego ha ocurrido:

-Que la dirección nacional de Ciudadanos, ávida de dar un golpe de mano que le resituara en el mapa político tras el desastre de Cataluña, se dejara arrastrar por la ambición de su «delegada» en Murcia con el señuelo de alcanzar por primera vez la presidencia de una comunidad.

-Que Pedro Sánchez y Ábalos, faltos de gobiernos autonómicos con los que apuntalar los resultados en unas próximas elecciones generales, se tiraran también sin pensar a una piscina tan embarrada como era la que representaba Murcia, con tal de desplazar de uno de sus feudos al PP.

El problema es que en un clima así, no hay ninguna posibilidad de alcanzar acuerdos que son necesarios para que el dinero que tiene que venir de Europa nos salve del hundimiento

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-Que Isabel Díaz Ayuso, cuyo verdadero rival no es Sánchez sino Casado, lograra por fin coartada gracias al suceso murciano para que un líder popular debilitado por los resultados catalanes y la reaparición de Bárcenas no pudiera oponerse a lo que llevaba tiempo preparando: la convocatoria electoral en Madrid, de la que espera salir reforzada.

-Que Pablo Iglesias, reducido por Sánchez, BOE en mano como muchas veces se ha escrito aquí, a mero Pepito Grillo del Gobierno central, acuciado por la continua pérdida de relevancia de Podemos en todas las autonomías que las catalanas certificaron y con el riesgo cierto de quedarse fuera de la Asamblea de Madrid, no viera otra salida que lanzar el órdago de presentarse él mismo como candidato contra Ayuso abandonando la vicepresidencia segunda del Ejecutivo y regalándole a la lideresa del PP una de las frases más redondas que se han visto últimamente en política: «España me debe una». Aunque, como la cabra tira al monte, inmediatamente la arruinó con otra de extrema bajeza: «Si te llaman fascista, estás en el lado bueno de la historia». Y su partido calla.

No fue Murcia. Fue Cataluña, una vez más. Pero para el caso es lo mismo. El roto que todo esto deja es difícil de entender: el gobierno murciano, aunque lo siga presidiendo el PP, entra en el Guinness por ser el primero en el que la mitad de sus consejeros no tienen partido; el Gobierno central sufre su segundo cambio de calado en un mes por causa electoral; y la política española refuerza su sesgo centralista: todos se juegan ahora la vida en Madrid.

El resultado es la inestabilidad extrema. Si Ayuso, como aspira, barre en el plebiscito que se ha montado el 4 de mayo, pondrá más en cuestión el precario liderazgo de Casado. Pero si para gobernar incorpora a Vox a su consejo, eso romperá definitivamente la línea de mayor moderación que Casado, a escala nacional, y Juan Manuel Moreno, en Andalucía, han tratado de mantener. Lío. Si Cs se queda sin representación en Madrid será el adiós definitivo, pero eso supondrá agudizar la estéril dinámica de bloques en que se ha instalado la política española. Lío. Si la izquierda consiguiera sumar los votos suficientes para formar un tripartito (PSOE con el Más Madrid de Errejón y Podemos), además de parir otro Ejecutivo con demasiados gallos en el mismo gallinero, no resistiría seguramente la tentación de trasladar cuanto antes la inercia a unas elecciones generales. Pero si por el contrario obtiene un mal resultado, también Pedro Sánchez podría apretar ese botón antes de que las cosas se pongan peor. Lío.

Los ayuntamientos sufren también la dinámica de autodestrucción: en El Campello y en Sant Joan se avecinan crisis, en San Vicente la han hecho estallar quienes antes jugaron con el PP

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Y el lío se traslada aguas abajo. Ximo Puig es un firme convencido de que no es el momento ni de elecciones ni de mociones de censura, sino de ocuparse de los ciudadanos. También parece serlo Mónica Oltra, aunque Compromís tiene razones para temer cualquier llamada a las urnas que se haga con la clave nacional predominando sobre la autonómica. Pero si Sánchez convocara de forma adelantada al jefe del Consell probablemente no le quedaría más remedio que volver a unir sus destinos al de él, entre otras cosas porque si no se rebaja del 5% al 3% el porcentaje de votos necesario para obtener escaño en las Corts es muy difícil que en una campaña estrictamente autonómica Podemos consiga representación, lo que a su vez haría muy complicado que la izquierda se mantuviera en el Palau. Lío. Pero además, como ya era de prever tras la debacle de Cs en Cataluña y escribí aquí hace un mes («18 huérfanos» se titulaba el artículo), ya todas las estrategias, tanto del PSOE como del PP, están orientadas a un único fin: quedarse el máximo posible de las papeletas que en su día obtuvo el partido de Arrimadas, que sumó esos 18 escaños, ahora sin ni siquiera jefe del grupo parlamentario, y se situó como tercera fuerza política, a un suspiro del PP. Lío.

Un Ciudadanos en desbandada, sin nadie con autoridad, es encima un peligro andante. Es posible que se compruebe la próxima semana en El Campello, donde Cs puede votar en contra de la subida del agua que propone el gobierno del que forma parte y que preside el popular Juanjo Berenguer, necesaria para sufragar los costes impuestos por la desaladora que se construyó en tiempos de la ministra Narbona. Si así fuera, se produciría una crisis de incierto pronóstico, con dos socios enfrentados pero con una moción de censura también difícil de justificar en tanto que para desbancar al PP, el líder local de Ciudadanos, Julio Oca, necesitaría los votos del PSOE, de Compromís y de Esquerra Unida o Podemos, que allí se presentaron por separado. Lío. Y no queda ahí, porque a la situación de El Campello se suma la guerra civil que vuelven a padecer los socialistas en San Vicente, donde los mismos que años atrás le dieron el gobierno al PP y se lo arrebataron a su propio partido vuelven a la carga contra el alcalde Jesús Villar, o el conflicto a la vista en Sant Joan, donde es posible que el socialista Jaime Albero plantee no cumplir el pacto con Cs por el que la alcaldía los dos primeros años es para él y los dos últimos sería para los naranjas, ante la posibilidad de que éstos, una vez con la vara de mando, se vayan con el PP. Lío.

El problema de todo este ruido es que hace imposible lo más elemental en una situación de acuciante necesidad como la que viven los ciudadanos, que es el acuerdo entre las fuerzas políticas. Es imposible llegar a ningún pacto para afrontar lo que se nos viene encima si se pasan todo el día de campaña. Parece una novela negra, al modo de las que popularizó Stieg Larsson. En las suyas, los hombres no amaban a las mujeres. Aquí, son los políticos los que no aman a las personas.

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