No acabo de acostumbrarme a que nos deje un compañero. Hoy ha sido Cholas, o como leerán ustedes en muchas necrológicas y redes sociales, Perfecto Arjones. El dejó INFORMACIÓN en 1986 y yo entré en el 87 y no llegamos a trabajar juntos más allá de algún proyecto esporádico, pero el hecho de que nunca llegara a irse del todo de esta casa y mi profunda e íntima amistad con dos de sus hijos, Rafa y Óscar, hizo que nunca dejara de tomarle por uno más del equipo.

Otros hablarán de Cholas con más propiedad que yo, pero cuando decía que no termina de acostumbrarse uno a la pérdida de un compañero no era una frase hecha. Tengo el honor de formar parte de una generación de periodistas de INFORMACIÓN a la que otra camada de profesionales nos ha visto crecer y gracias a la cual hoy somos las personas que somos. Digo las personas y no los periodistas, porque quienes se quedaron por el camino no solo nos fraguaron como profesionales. Muchos de ellos también nos imbricaron unos valores y un carácter que al final nos moldeó como seres humanos. Después de todo, un periodista vive más tiempo en la redacción que en su propia casa, y cualquiera que haya pasado conmigo los últimos 34 años de su vida profesional me tiene más visto a mí que a sus parejas. Una redacción es la casa de Gran Hermano, pero sin cámaras ni falsos guiones.

Y me acuerdo de Avelino Rubio, aquel redactor jefe que al principio daba miedo hasta que comenzaba a inyectarte la primera transfusión de periodismo en vena. De Victoria Matesanz, que nos dejó tan pronto. Del maestro Vicente Crespo, que sabía más de fútbol que los propios futbolistas y cuyo primer recuerdo es de infancia cuando escuchaba a José María García conectar con el Rico Pérez. De Vicente Sánchez, Vicentín, un fotógrafo cuyo corazón era tan grande como su Nikon. De Clara R. Forner, querida por todos, la sencillez hecha periodista que huía de la habitual arrogancia que se nos presume a los plumillas. De Juan Francisco Sardaña, director de directores, el hombre con quien firmé mi primer contrato. De Vicente Martínez Carrillo, del que aprendí que el periodismo local estaba a la altura de las grandes cabeceras y le dio la vuelta a ésta. De Juan Cruces, que cuidó de mí cuando yo no era más que un pimpollo con aspiraciones venido de Madrid y que puso los pies en Elda y me quedé hasta hoy.

Cuando ves pasar a los tuyos no puedes evitar que cierto escalofrío te envuelva. Piensas en lo que ha sido y en lo que pudo ser y, de repente, te alegras de haber elegido este oficio y los mismos compañeros de viaje.