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Joaquín Rábago

La ley de la Corona no puede dejarse para las calendas griegas

El rey emérito, Juan Carlos.

Acaba de cumplirse un año desde que el llamado Rey emérito abandonó nuestro país con destino en un principio desconocido y en una operación que un colega calificó el otro día en una tertulia radiofónica de “bien engrasada operación de relaciones públicas”.

Fue generoso ese analista al denominar así algo que en realidad fue un exilio y una maniobra destinada a tomar distancias de la Hacienda española, que le investigaba por supuestos delitos contra el erario público y blanqueo de dinero en paraísos fiscales.

Y si de una operación de relaciones públicas se trataba, no eligió en ningún caso demasiado bien el destino don Juan Carlos, al menos de cara a la opinión pública, al buscar refugio en una de esas monarquías feudales de Oriente Medio nada transparentes y violadoras sistemáticas de los derechos humanos.

Allá cada uno con sus predilecciones, pero no puede decirse que la elección de Emiratos Árabes Unidos favorezca precisamente al prestigio de la institución que hoy encarna su hijo.

Ha pasado en cualquier caso un año sin que sepamos todavía nada de esa “ley de la Corona” que muchos demócratas reclaman como única manera de evitar en el futuro abusos como los que sellaron la suerte del Emérito.

Y uno se pregunta a qué esperan los partidos para ponerse de acuerdo en una ley que establezca por fin en términos muy claros a qué actuaciones se limita la inviolabilidad del monarca, que en ningún caso puede ser absoluta, y qué niveles de transparencia y de rendición de cuentas deben exigírsele siempre a esa institución.

Porque en una democracia parlamentaria, como se supone que es la nuestra, la monarquía no puede quedar totalmente al margen de la supervisión y el control de otras instituciones del Estado como si se tratase de una monarquía por derecho divino.

¿A qué se esperan los partidos, habría que preguntarse a estas alturas, para comenzar a elaborar una ley que se demuestra cada vez más urgente si se trata, como pretenden sus defensores, de salvar esa institución?

¿O se deja todo, una vez más, a la voluntad de la propia Corona, como si se tratase de una carta acordada?

Un partido de supuesta vocación republicana como el PSOE que parece, sin embargo, haber aceptado la monarquía por pragmatismo, no debería al menos permitir que la extrema derecha se apropiase de la monarquía como hace ya con la bandera.

Y uno, que no ha sido ni será nunca monárquico porque no cree en las instituciones hereditarias, pero que siempre respetará la voluntad libremente expresada de la mayoría, se permitiría aconsejar humildemente al actual monarca que no acepte ciertos patrocinios.

Hay amistades peligrosas como demuestra el caso de su padre, quien, en una etapa de su vida, rodeado de aduladores y ante unos medios mayoritariamente acríticos, creyó poder permitírselo todo y acabó pagando con el exilio, como otros que le precedieron en el trono.

Definitivamente, la ley de la Corona no puede dejarse para las calendas griegas.

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