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José María

Libertad y respeto

La historia no puede repetirse. No pretendamos salvarnos solos porque, como dijo Patxi Andion, no hay salvación si no es con todos

La gente se lanza a la calle en el primer fin de semana en el que la hostelería y el ocio cuentan con unas restricciones mucho más suaves de las establecidas hasta el momento. | JOSE NAVARRO

Siempre me han gustado los juegos de palabras. Alguien te formula una pregunta y tú, con firmeza y convicción, respondes algo que, si bien en apariencia satisface las exigencias del entrevistador, no tiene absolutamente nada que ver con el contenido de su interpelación.

Antes esta actividad se reducía al ámbito doméstico, a las reuniones con amigos en las que el tablero de cualquier juego de mesa se erigía en el centro de la velada. Ahora, en cambio, se ha convertido en una práctica habitual de la vida pública.

¿Y por qué? Me pregunto. Porque la sinceridad, antaño valorada, es hoy una conducta peligrosa. Dices una palabra incorrecta y se activan las alarmas. Una simple palabra y de repente, sin necesidad de más, empezarás a ser tildado de enemigo. Todo comenzará con un tweet, 140 caracteres. Luego con otro. Y otro más. Hasta que al final, como un terremoto, acabarás enterrado en una montaña de críticas salvajes e irracionales.

Lo más paradójico es que, tanto nuestra Constitución, como la totalidad de los convenios internacionales en materia de derechos fundamentales, reconocen el derecho a la libertad de expresión. O, más concretamente, según señala nuestra norma suprema, el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción.

Sobre el papel, todo es estupendo. Los derechos que tenemos reconocidos garantizan nuestra libertad y nos protegen de las injerencias ajenas, ya sean del Estado o de otros particulares.

En la realidad, sin embargo, es diferente. Sólo se nos permite hablar si lo que vamos a decir se acomoda a las nuevas verdades que rigen la sociedad. Si no, se nos censura, se nos acalla. Se borra nuestra memoria como en aquel 1984 de Orwell. La Policía del Pensamiento, que no son otros que quienes tratan de imponer la verdad oficial, nos relegará a la sombra, a la extinción como sujetos vivientes y pensantes. Y después de acabar con cualquiera de nosotros, lo harán con el siguiente. Hasta que no quede nadie. Hasta convertir la libertad en ocho simples letras, en mera morfología.

Un derecho, si no lleva consigo la obligación de ampararlo y protegerlo, se reduce a eso, a tinta sobre el pergamino. No es tan siquiera una declaración de intenciones, pues éstas, al menos, presuponen la voluntad de materializar una idea. Se reduce a la nada, a una gran nada. A un vacío que se va extendiendo y que, al igual que ocurrió en La Historia Interminable, acabará por arrasar todo aquello que tanto ha costado construir.

Una democracia se basa en la convivencia, en el respeto por las ideas que no son las nuestras y por las personas que las defienden. Lo contrario supondría negar la esencia misma de esta forma de gobierno que, aunque imperfecta, supera con creces a cualquier otra de las que, a lo largo de la historia, se han llevado a la práctica.

Si no respetamos otras formas de pensar, ¿por qué íbamos a aceptar que, en un momento dado, gobierne el partido al que no hemos votado? ¿Por qué íbamos a calificar de legítimo a un gobierno que “no nos representa”? Y así comenzaría de nuevo el problema. El eterno conflicto y las viejas heridas que, por desgracia, parece que aún no se han cerrado.

Todos tenemos nuestra opinión, nuestra verdad, que puede no ser la ajena. Y todas ellas, juntas, son los cimientos de la civilización, la base sobre la que se ha erigido el pensamiento y el motor de la evolución. La conversación, el argumento, la réplica, la batalla intelectual. Ninguna de estas acciones sería posible sin divergencia de opiniones. Es por ello por lo que todos tenemos algo que decir, algo que aportar, por irrisorio que pueda parecer en un primer momento.

La situación actual me preocupa. Sólo se habla y rara vez se escucha. Y cuando, durante el turno del otro se permanece callado, muchos lo hacen simplemente para preparar su próxima intervención.

Reivindico, por tanto, la importancia del silencio, la trascendencia de la reflexión. Y el respeto, sobre todo el respeto al adversario en el debate y a su discurso. Hoy la víctima puede ser él, pero mañana, si reducimos las verdades a una, podremos ser cualquiera de nosotros.

La historia no puede repetirse. No pretendamos salvarnos solos porque, como dijo Patxi Andion, no hay salvación si no es con todos.

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