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Mari Carmen Díez Navarro

«Soy dibujante de hojas en blanco»

Los niños necesitan adquirir confianza. | INFORMACIÓN

Así le dijo Emiliano a sus padres hace unos días. Tiene tres años y este curso ha empezado a ir a la escuela. El año pasado se mostró interesado en los dinosaurios, después quiso hacer letras como su mamá, luego estuvo imitando a sus perros y ahora quiere dibujar. Va cambiando de intereses según le marca su enorme curiosidad. Y en esto del dibujar especifica que quiere las hojas en blanco. Quiere trazar como le dicten sus imaginativos anhelos. Él necesita dibujar desde adentro y poder reconocer como propios los trazos que salen de su mano. No tiene miedo, se siente seguro y capaz. Y lo será, si no se le pretenden cosas que excedan sus posibilidades.

Emiliano me ha hecho pensar en Gabriel, un niño que vino de otra población para asistir unos meses a nuestra escuela. Tenía cinco años y era curioso y juguetón, como Emiliano. Se llevaba bien con los compañeros, sabía decir su opinión y defenderla, tenía buen humor... Sin embargo, cuando yo proponía hacer un dibujo y repartía las hojas en blanco, Gabriel perdía su aplomo, se ponía a temblar y me pedía que le hiciera «la rayita», porque «sin rayita no podía hacer nada».

Las primeras veces le aclaré que en esta escuela cada persona dibujaba como sabía y que a mí me gustaban los dibujos de todos, porque siempre eran diferentes y bonitos. Le animé a dibujar, pero no se atrevía. Una de las veces casi lloró. Así que pedí a algún amigo que lo ayudara hasta que consiguiera dibujar por sí mismo. Alguien le hacía «la rayita» y él se ponía a rellenar de colores la silueta, como le habían enseñado en la escuela del pueblo. Un día se animó a dibujar un gran pájaro con las plumas de colores, como uno que había visto en el zoo y esto provocó que sus compañeros le dieran un sentido aplauso, al cual me adherí contentísima.

Los padres me explicaron que la maestra que tenía era muy exigente y le rompía los trabajos si consideraba que estaban mal hechos. Decían que en el colegio estaba atemorizado, pero que como no había otra escuela en el pueblo, «tenía que acostumbrarse». Les expliqué que este tiempo era importante para Gabriel, ya que es cuando se inicia el deseo de aprender, cuando se adquiere confianza en uno mismo, cuando se aprende a expresar lo que se piensa y se siente. Y que convendría que hablaran con la maestra y le pidieran que frenara sus demandas.

También les pedí que estuvieran muy pendientes del niño y valoraran sus producciones. En fin, les dije lo que se me ocurrió, incluyendo la posibilidad de visitar al inspector para que se tomara interés en las consecuencias de esa actitud tan rígida en una maestra que trabajaba con niños pequeños. No he sabido más de Gabriel. Espero que le haya ido bien. Pero qué sufrimiento tan vano, qué manera de empezar la escolaridad tan triste, qué idea de la escuela tan agobiante que se formaría este niño y quizás otros compañeros por el comportamiento de la maestra.

Si los primeros dibujos fueran realmente abiertos, de exploración, de descubrimiento, difícilmente los niños se asustarían. Si la actitud de los adultos fuera de valoración de sus producciones, irían llenándose de seguridad. Si los niños pudieran ir recorriendo el camino que va desde el garabateo hasta el dibujo representativo, sin que nadie les dijera que lo que hacen no está bien hecho, todo sería un devenir placentero para ellos. Si hubiera una buena acogida a las probaturas de los niños sobre el papel y no un aleccionamiento hacia el relleno de color, el repaso de puntos y los dibujos estereotipados a copiar, seguramente los niños no tendrían nunca la sensación de que no saben dibujar. Además no es cierto que lo que hacen esté mal. Están caminando, es el primer momento de un largo proceso que no hay que interrumpir, sino provocar y acompañar.

Por suerte en la escuela infantil vemos que cualquier niño tiene capacidades creativas y que el mejor modo de aprender a crear es empezar desde bien temprano a recorrer nuevas posibilidades. No hay más que ver a los niños embebidos en sus probaturas, tejemanejes, mezclas e inventos. En sus producciones de todo tipo: ciudades de maderitas, casas para hormigas en el arenero, «cemento» hecho con el barro del patio… Producir es derramarse, sacar fuera nuestra particular manera de percibir, sentir cómo transformamos las vivencias en materiales inéditos, recién nacidos. Pero aunque se nace curioso y ávido de placer, esos impulsos pueden quedar en nada si no se da paso a la expresión libre del niño. Si no se alienta, protege y espera el producto nuevo, reinventado por cada cual. Y entonces, según se reciba ese producto, se seguirá adelante, o se dedicará uno a repetir lo conocido. A veces la alegría de jugar con los personajes o formas que aparecen en los dibujos, hace que el autor hable con ellos mientras los va dibujando, o que cante, o que sonría. Sin embargo, en otras ocasiones, el miedo a equivocarse o a no contentar a los adultos, lleva a algunos niños a bloquear su mano, su imaginación y su confianza.

La mirada de los otros siempre será un importante punto de referencia y de apoyo para atreverse a avanzar, para confiar en las propias competencias, para notarse aceptado. No es cualquier cosa recibir el dibujo de un niño. En él va puesto su sello, su nombre, su estilo, su ser. Importante papel, pues, el de nuestra mirada de maestros o de padres. Ha de estar. Ha de acoger. Para los niños pequeños los productos que salen de ellos mismos están revestidos de una fuerte capa de narcisismo, que habrá que cobijar lo mejor que podamos para que sientan que lo que sale de sí mismos es bien recibido. O lo que es lo mismo, que ellos son valiosos.

No podemos dejar al azar el hecho de que un niño disfrute dibujando en las hojas blancas, como Emiliano. O que otro sufra al ver sus hojas rotas, como Gabriel. Porque esto no es cuestión de suerte, sino que depende de nosotros, los maestros, de nuestras metodologías, actitudes y planteamientos.

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