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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

¿Un nuevo tiempo para la socialdemocracia?

Pedro Sánchez

 La reunión del nuevo Canciller alemán con el Presidente del Gobierno español es una buena noticia. Refuerza la imagen de España, la global, la que da peso en la UE más allá de las pequeñeces de los patriotas que no aman a su patria. Pero también da alas a una corriente que confía en la socialdemocracia cuando muchos la daban por muerta, aplastada bajo las ruinas de su soberbia. Y eso es bueno, para la izquierda y para el conjunto de una ciudadanía que espera puntos de amarre conocidos, siquiera sean de nombre. La derecha española tiene ahí un problema: ni la definición como liberal ni conservadora le cuadra, encerrada en un laberinto en el que sólo se puede girar más a la derecha, amontonándose con partidarios de Putin y de Trump, neocarlistas y denostadores del Vaticano, sin más cemento que un resentimiento enfermizo hacia un Gobierno legítimo y algunas legítimas aspiraciones. Su fuerza durará, pues, lo que dure el resentimiento, que será bastante para los pocos méritos de los electores, pero luego, o vencerá hacia la abstención, hacia el mismísimo PSOE en algunos lugares, o se rendirá feliz a Vox; y ahí empezarán los problemas graves.

Pero dicho esto en clave doméstica, me gustaría hacer una reflexión más amplia, en la que hay inevitablemente que incluir el clima bélico en el Este. Digo bélico porque la Guerra Fría fue Guerra, aunque se disputara por persona interpuesta, con centenares de miles de muertos en las esquinas del mundo. Y porque arrastraba a los contendientes principales a una cultura marcial que reforzaba el totalitarismo comunista y oscurecía la pluralidad y transparencia del Estado democrático. En España se vivió, y de qué manera: consolidó la Dictadura de Franco. Pero no se ha integrado a nuestra memoria: en nuestros libros nosotros no estuvimos. Por eso, este episodio, con toda su complejidad, seguimos viéndolo como algo lejano. Grave error. Pase lo que pase ahora, las tensiones se quedarán. El otro día me preguntaban dónde estaba el mayor problema para la Comunidad Valenciana, y le contesté que en la frontera oriental de Ucrania. Me miró escéptico. Qué le vamos a hacer. Eso no significa aterrarnos, ni empezar a sacar a pasear proclamas sencillas. Este conflicto no está en un lugar lejano al que acudíamos por solidaridad más o menos abstracta. Tiempo habrá de matices, pero es un hecho que mientras Rusia, oso asustado, dispone de una profundidad estratégica inmensa -el General Invierno funciona mejor si el enemigo tiene miles de kilómetros de estepas que recorrer para destrozar a zares blancos o rojos-, la profundidad de la UE es cortísima, tanto para parar a divisiones acorazadas como para rediseñar una economía poniendo de acuerdo al ciento y la madre; salvo que nuestro nuevo gran aliado sea China que tiene bastante más fácil regalar vacunas a África que los países europeos oponerse al sistema de patentes, por ejemplo. EE.UU. llega, sin embargo, herido en su retaguardia, pero con unas tradiciones activadas y unas fuerzas armadas incontestables.

En ese mapa, la ayuda continental, además, se va a tener que dirigir a países como Polonia o Hungría, en pleno esplendor del iliberalismo. Más tensiones. Pero, en lugar de amargarnos, deberíamos buscar nuevas vías de razonamiento. Y en este marco hay que señalar que la socialdemocracia, para bien y para mal, fue protagonista esencial de la Guerra Fría. Hacer ahora un juicio moral de eso sería equívoco y serviría de poco. Pero lo cierto es que la socialdemocracia reaparece en un escenario global de avance de la derecha. ¿Paradoja? Sí y no. Sí porque los éxitos socialdemócratas deberían evaluarse como retrocesos de la derecha. No, porque las derechas siguen victoriosas en muchos lugares y disponen de enclaves tremendos. No, porque las izquierdas no están siendo capaces de articular estrategias ante la denominada guerra cultural que la nueva derecha usa para afianzar posiciones electorales y ejercer como polo de atracción y refuerzo: los gritos de ¡antifascismo!, proclamados aquí y allá, y la segmentación de las luchas -hasta el punto que algunas se vuelven incompatibles para un mismo electorado-, no beneficia en nada.

Pero lo principal es que la socialdemocracia no puede participar en la enfermedad favorita de las derechas: no puede cimentar su reconstrucción en la nostalgia de las grandes épocas, porque su programa no puede ser igual y, a veces, ni parecido. Ni aquí hay una gran sociedad industrial clásica con trabajadores organizados, ni se pueden mantener muchas ventajas pagando el precio de la destrucción medioambiental, ni se pueden ignorar cambios culturales que hacen más difícil la construcción de mayorías sociales que cuajan en mayorías electorales. Los partidos socialdemócratas no pueden eludir la aparición de fuerzas y líderes de trazo difuso que, a veces, serán aliados objetivos en la contención de la derecha extremada; ni, por supuesto, ignorar que los gobernantes socialdemócratas casi siempre lo son en Gobiernos de coalición con otras fuerzas de izquierdas que expresan distintas sensibilidades y, si a veces, son estúpidamente antisocialdemócratas, otras son un real aviso de que la trampa de entender por moderación la inclinación a aceptar a menudo el susurro de las derechas económicas ha sido una fortísima tentación para la socialdemocracia.

Esa es la agenda de los debates reales porque son los problemas axiales, trasversales. Y es el paso necesario para formular nuevas políticas y nuevas alianzas en el espectro social -no nuevas ideologías, no nuevas obsesiones por los liderazgos, no nuevo márketing-. Un libro reciente, importante por su profundidad y solidez, es “Una breve historia de la igualdad”, de Piketty. En él se hace un análisis -positivo- de la socialdemocracia. Pero se indica que las políticas socialdemócratas deben ser algo más que la construcción de redes de servicios públicos fundamentales, siendo esencial. También es una política fiscal progresiva, algo a lo que los dirigentes socialdemócratas son más esquivos. Y, también, que el Estado social -gran construcción de los socialdemócratas, aunque no sólo de ellos- debe concebirse como punto institucional de creación de nuevas formas de participación en las decisiones de política económica -y eso también es ahora política medioambiental o de relaciones internacionales-. Una nueva socialdemocracia no puede caer en el sistemático paternalismo. Tampoco las “otras izquierdas”.

La izquierda no puede dar por perdida la batalla de la igualdad, conformándose con el crecimiento de poderosos sistemas centralizados de apoyo, al excluido, al vulnerable. La izquierda, a veces, también necesita que haya pobres para ejercer la caridad, lo que permite un discurso más fácil que desarrollar políticas estratégicas de igualdad socio-económica. Hasta que eso no se instale como corazón de la propuesta, la derecha seguirá avanzando, aunque a veces no lo notemos: mientras distraen con sus circos, aseguran un ultraneoliberalismo de hecho que es más difícil de percibir y rebatir por militancias enfermas de digitales y redes, ansiosas por mostrar que su destino es la bondad, su presunta superioridad moral. Mientras muchos de los “protegidos” han de entregarse a la fascinación de las promesas sencillas y de las mentiras envueltas para el consumo político rápido.

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