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Carlos Gómez Gil

Palabras gruesas

Carlos Gómez Gil

No podemos seguir maltratando a nuestros mayores

Un abuelo abraza a su nieta ALEX DOMÍNGUEZ

No hace muchos años, los directores de las entidades bancarias colmaban de regalos a muchos de sus clientes, engatusando a las personas mayores que domiciliaban sus pensiones y mantenían sus ahorros con obsequios como vajillas, cuberterías, cacerolas y todo tipo de variopintos objetos. Eran tiempos en los que las sucursales parecían bazares, mostrando en su interior productos pintorescos para agasajar a la clientela, a la que los empleados de las entidades llamaban por sus nombres, conociendo a cada uno de los familiares como si formaran parte de ella.

Los mayores iban al banco con la tranquilidad de quien iba al bar de la esquina, hasta el punto de que en cuanto entraban, empleados y directivos salían a saludarles, poniendo al día sus cartillas y cuentas antes, incluso, de darles los buenos días, entregándoles a continuación algún pequeño obsequio. Todos hemos tenido en nuestras casas infinidad de objetos de propaganda de los bancos y cajas, en muchos casos de dudosa utilidad, pero que se conservan en los cajones con el cuidado con el que se guardan los pequeños recuerdos familiares.

Después llegó la etapa oscura y los años del “España va bien” en los que se alimentó el monstruo de la burbuja inmobiliaria. Bancos y cajas de ahorros se convirtieron en objetos de deseo para políticos y partidos. De la mano de prestigiosos economistas, se diseñaron productos financieros altamente complejos para capturar y apoderarse del dinero que muchos pensionistas y trabajadores habían podido ahorrar a lo largo de su esforzada vida. Esos mismos directivos a los que los clientes conocían desde hacía años como si formaran parte de la familia, convencieron a un buen número de personas mayores para que pusieran las cuatro perras que tenían en depósitos con nombres rimbombantes: deuda subordinada, cuotas participativas, preferentes que se vendían como el nuevo maná, con altos intereses y una seguridad a prueba de bombas. Pero como con los medicamentos, nunca explicaron a los incautos clientes la letra pequeña de todas las contraindicaciones y efectos secundarios de estos productos financieros altamente especulativos y extraordinariamente inseguros. Lo que vino después lo conocemos bien, cuando bancos y cajas colapsaron como un castillo de naipes, al compás de las ondas sísmicas que sacudieron a todo el sistema económico en España de la mano del gigantesco terremoto de la crisis financiera mundial.

Mientras nuestros gobiernos inyectaban decenas de miles de millones de euros de los presupuestos públicos en las entidades bancarias y las cajas de ahorros, decenas de miles de pequeños ahorradores, entre los que se encontraban un buen número de jubilados y personas mayores, perdieron sus escasos recursos de la noche a la mañana, sin que nadie se hiciera responsable de ello. El mismo dinero manchado con el sudor de años de esforzado trabajo se evaporó porque, en realidad, había sido invertido en títulos financieros altamente complejos que carecían de garantía alguna, sirviendo para especular con promociones de viviendas, para impulsar PAU destructivos y alimentar todo tipo de corruptelas, como años después hemos visto en los sumarios de numerosos casos juzgados a lo largo y ancho de España.

Muchos jubilados murieron de pena sumidos en la desesperación, por el dolor de ver cómo se quedaban sin nada, engañados y sin que nadie se hiciera responsable del fraude deliberado del que fueron víctimas. Otros fallecieron inmersos en juicios y pleitos interminables para los que ya no les quedaban tiempo, tratando de recuperar lo que les habían robado, como años después reconocieron los tribunales. Y también algunos se suicidaron o se dejaron abandonar en los últimos años de su vida. Poco se ha escrito sobre esta dolorosa página de nuestra historia reciente y el gigantesco sufrimiento que se causó a tantas y tantas personas mayores por tantos responsables de entidades financieras, tiburones de las finanzas y políticos que hoy en día presumen de sus hazañas sin vergüenza alguna.

Desde que estalló la pandemia, las entidades bancarias han aprovechado la crisis para dar una vuelta de tuerca a todo su funcionamiento, sin que ninguna institución o responsable político haya, siquiera, mostrado públicamente su preocupación. Fusiones de entidades y cierres de sucursales, limitación de horarios y restricciones a la atención al público en las oficinas, comisiones y cobros disparatados hasta por lo más increíble, despidos y reducciones de plantillas, extensión de una banca digital cada vez más compleja y para la que se requiere dispositivos electrónicos avanzados nada sencillos de utilizar, malas formas y maneras a unos clientes que temen hasta acercarse a los bancos para las cuestiones más elementales. Un panorama lamentable en un servicio esencial que parece tener carta blanca para hacer lo que le da la gana, sin que ninguna institución vigile y obligue a ofrecer unas condiciones de atención básicas, especialmente para las personas mayores y los más vulnerables.

Nunca antes, en España, nuestros mayores habían tenido que recoger firmas para pedir, simplemente, un trato más humano, como han hecho ya más de 300.000 de ellos, en una iniciativa sin precedentes que debería llenar de vergüenza a nuestros políticos, muchos de ellos tan preocupados por las vacas y por ETA, pero tan olvidadizos con los problemas que afectan realmente a las personas. No podemos seguir maltratando a nuestros mayores de esta forma tan cruel que tan mal habla de nuestra sociedad.

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