Con demasiada frecuencia, los gestos que hacen los que gobiernan revelan que creen a ciencia cierta que quienes les han aupado hasta el sitial del poder les deben un asentimiento servil.
Desde allá arriba, en cuanto se aferran endiosados al bastón de mando trazan planes solo para satisfacer sus pretensiones de ser registrados en las páginas de la posteridad, mientras que, a nosotros, los que les encargamos con los votos que administraran lo más atinadamente posible los bienes públicos, nos reducen a la insignificancia más absoluta.
No es de extrañar entonces que el hombre común los mire con recelo y desconfíe de sus iniciativas porque intuye que detrás de sus declaraciones no existe un franco deseo de beneficiar a la mayoría, sino el mero apetito de alimentar su insaciable egolatría.
Hace días que se ha extendido por los países libres del hemisferio septentrional la noticia de que a una y a otra orilla del Atlántico los mandatarios andan dirimiendo si habrá que proteger a los habitantes de un territorio vecino de la UE de un ataque armado que se desencadenaría desde un país que no es plenamente democrático y al que, por añadidura, en los bastidores de la escena política de la segunda mitad del siglo XX de Europa se le ha tachado siempre de beligerante.
Pero uno, que es pacifista convencido, sospecha fundadamente, sin ninguna reserva, que eso no va a ocurrir nunca. Y entiende que bajo las entretelas de esa hipotética amenaza se trata de solapar un duelo de personalismos entre los dos hombres que presiden los gobiernos de los Estados Unidos de América y de Rusia.
Quitándole entonces un lastre de hierro cuantioso al asunto, si en la jerga del léxico político hubo una época en la que cundió el uso del vocablo ninguneado para designar a los que se los relegaba a la condición de mindundis, ahora podría decirse sin ambages que los que asistimos a ese pulso entre poderosos estamos siendo -discúlpense los desacertados neologismos- “baideneados” y “putineados”.
