Cuando Carlos Franganillo entra en el plató del Telediario y, de pie, da paso al primer resumen de titulares, sabe que afronta un reto colosal. En el que es mejor no pensar para que todo salga bien. A partir de ahí, y con casi tres millones de espectadores siguiéndole, cuando no más, tiene que mantener el pulso a un informativo largo y complicado, cuyas ediciones se prolongaron la semana pasada por espacio de 80 minutos.

La tensión es constante. La escaleta que se ha preparado exhaustivamente puede ser interrumpida en algún momento por una conexión prioritaria. Son tantísimos los puntos de conexión en directo a los que se da paso a lo largo del informativo que habría sido impensable imaginar algo así hace algunas décadas. El rasgo diferencial de la televisión pública estriba en que tiene delegaciones en todas las provincias, por lo que los periodistas no tienen que ir allí. Están allí. Por otro lado, su grandeza reside en las corresponsalías, a las que a veces no se saca todo el partido que merecerían, cuando sumidos como estamos en las batallas domésticas, hoy sanitarias, otras veces políticas, nos olvidamos más veces de las deseadas de que hay un mundo y de lo que pasa en él.

A lo largo de los minutos Carlos Franganillo va adueñándose de la situación y llega un momento en que da la impresión de que está al frente de largo programa de información continua. Pero no. Todo tiene un final. Y normalmente algunas piezas de Cultura van sirviendo de contraportada. Seguro que cuando suena la sintonía y se apagan las luces Franganillo siente una enorme descarga de adrenalina. Lo que debe ser conducir un Telediario así.