Seguro que habrá alguien que no crea que quien esto firma no conocía a José Antonio Reyes, no digo que no lo conocía en persona, digo que no tenía ni idea de quién era este buen señor, y matizo enseguida, ni me ufano ni me avergüenzo. Sólo constato. A raíz de su mortal accidente -¿accidente o conducta más que irresponsable?- he sabido que era futbolista, y de los grandes, de los que representan a España por el mundo, un deportista querido, admirado y respetado en su trabajo. Llevan toda la semana hablando de él en la tele, y según los primeros informes de la Guardia Civil, el carro que conducía el joven -padre de tres críos- iba a velocidad de torpedo, una bala imposible de dominar. Da igual la velocidad exacta. Era mucha, demasiada.

Con él, su primo de 22 años, Jonathan Reyes, que murió en el acto, y otro primo, Juan Manuel Calderón, achicharrado y en estado grave por tratar de salvar a los compañeros. Total, un desastre personal y familiar.

Es lógico, y me incluyo, sentir dolor y pena por lo sucedido. ¿Pero de qué estarían hablando las cadenas si el conductor en vez de ser un rutilante futbolista que conduce un cacharro tuneado para tener una potencia sideral hubiera sido un pelanas desconocido que se lleva por delante su propia vida, la de un joven primo, y arruina la de otro? Na hace falta hollar sobre el mismo fango. Está claro.

La Real Federación Española de Fútbol ha anunciado que entregará a Reyes su medalla de oro y brillantes, es decir, se premia al deportista. La lectura es que también se premia al hombre. Y el hombre, si se confirma lo que pasó, fue un kamikaze, un irresponsable temerario, un tipo nada ejemplar, y desde luego lo más alejado de la imagen del héroe.